Con el apoyo de la administración Trump, el acuerdo de Israel con Emiratos y Bahréin apunta a una reconfiguración de gran alcance del escenario geopolítico de Oriente Próximo. Es previsible que otros Estados árabes sigan por este camino, incluyendo a Arabia Saudí (sin cuyo visto bueno nada de esto estaría ocurriendo). En su aparente intención de reducir la presencia directa de Estados Unidos en la región, la Casa Blanca avanza así en su objetivo de que sean Israel y Arabia Saudí quienes defiendan sus intereses, al compartir ambos—pocas cosas más les une—la obsesión anti-iraní del actual presidente norteamericano. Es una operación que abre, no obstante, nuevos riesgos locales, además de incentivar un mayor juego por parte de China en un espacio cada vez más inseparable de la dinámica euroasiática.
El acuerdo de Abraham ha sustituido el conflicto israelo-palestino por Irán como eje de las relaciones entre parte del mundo árabe y el Estado judío. Los palestinos son los grandes perdedores, al hacerse aún más inviable la solución del conflicto. Lo que no pueden percibir sino como una traición provocará sin duda su radicalización. Al mismo tiempo, se trata de un pacto entre gobiernos, construido a espaldas de las sociedades árabes, cuyos sentimientos hacia Israel son bien conocidos. Representa, por tanto, un problema más que añadir a las quejas populares sobre desigualdad, corrupción y discriminación que ya amenazan la estabilidad política de los regímenes árabes.
Por otra parte, las ramificaciones de estos hechos no se limitan a la región. En Asia meridional, por ejemplo, Pakistán no puede sentirse más incómodo y desorientado. Pero son los movimientos chinos los que tienen mayores implicaciones. No es casualidad que el aumento de la presión sobre Irán coincida con la firma de un ambicioso acuerdo entre Pekín y Teherán. El anuncio—filtrado por Irán en julio y, hasta la fecha, ni confirmado ni desmentido por China—del compromiso de Pekín de invertir 400.000 millones de dólares en infraestructuras en la república islámica durante los próximos 25 años a cambio del acceso a los recursos petrolíferos del país, representa otra sacudida para el statu quo regional.
Para Irán, el acuerdo es un salvavidas para una economía en situación crítica. Para China, representa un triple logro: además de asegurarse recursos energéticos a largo plazo, podrá avanzar en el desarrollo de las redes transcontinentales de interconexión que darán forma a la Ruta de la Seda, a la vez que desafía los esfuerzos de Washington dirigidos a aislar económicamente a Irán. El entendimiento de ambos gobiernos, resultado de la aproximación más estrecha que han construido desde la firma—en 2016—de una “asociación estratégica integral”, debe interpretarse en consecuencia desde una perspectiva global y, de manera más particular, en el contexto de la creciente interdependencia entre las grandes economías asiáticas y las de Oriente Próximo. Aunque tras el acercamiento China-Irán hay, en efecto, un juego geopolítico, éste no puede separarse de un proceso de integración económica que se reforzará durante las próximas décadas, en el que China e Irán—como India—desempeñarán un importante papel.
El acuerdo supone un giro notable por parte de los clérigos iraníes, cuya misión siempre ha consistido—entre otros elementos—en evitar toda dependencia de actores externos. Para algunos observadores, Teherán puede haber cedido a Pekín lo que los Pahlevi nunca dieron ni a Reino Unido, primero, ni a Estados Unidos, después. No menos llamativo resulta que China lo haya logrado sin poner en peligro su relación con Arabia Saudí, principal enemigo de Irán, donde operan centenares de empresas de la República Popular y se negocia, incluso, un acuerdo de cooperación nuclear.