Como cada año por estas fechas, el Lowy Institute, el conocido think tank australiano con sede en Sidney, ha publicado una nueva edición del “Asia Power Index”; un estudio que, mediante el examen comparativo de 133 indicadores en 26 naciones, evalúa los cambios que se van produciendo en la distribución de poder en el continente. Aunque en los resultados de la entrega de 2023 todavía pesan los efectos de la pandemia, las conclusiones deparan algunas sorpresas de interés.
La más significativa es quizá la relativa al parón del ascenso internacional de la República Popular China. En coincidencia con otros análisis que han venido publicándose durante los últimos meses, los datos recogidos por el informe rechazan, en efecto, la posibilidad de un “siglo chino”. No sólo se considera improbable que el PIB de China pueda alcanzar al de Estados Unidos hacia finales de esta década como proyectaban estimaciones anteriores, sino que, incluso, si lo lograra más adelante, su estatus tampoco sería comparable al disfrutado por Estados Unidos tras el fin de la Guerra Fría.
El escepticismo sobre las posibilidades chinas deriva de los malos resultados económicos obtenidos en 2022—en particular de la drástica caída de la inversión extranjera en China y la de ésta en el exterior—, así como del completo aislamiento que ha sufrido el país por el covid, una medida que contrajo su conectividad con los Estados de la región. El desarrollo de sus capacidades militares se mantuvo, no obstante, al alza. Y, como matiza el Índice, aunque su poder militar siga estando por debajo del de Estados Unidos, supera cada vez en mayor medida al de sus vecinos.
Por este motivo, y puesto que el Índice mantiene en cualquier caso que no hay marcha atrás con respecto al fin de la hegemonía norteamericano, podría pensarse que el escenario alternativo al liderazgo chino sería un Indo-Pacífico multipolar, apoyado en una fórmula de equilibrio de poder entre varias grandes potencias. El estudio no encuentra evidencias, sin embargo, a ese respecto. Lo que observa es un significativo desfase entre el poder de China y el de Japón e India, ambos a la baja en sus respectivos indicadores. Por la misma razón, y en contra de opiniones muy extendidas (incluidas las de Pekín), tampoco se considera que la región se esté dividiendo en dos grandes bloques geopolíticos. Sin negar la división entre unos y otros Estados, lo que revela la compleja red de interacciones económicas, diplomáticas y de defensa entre ellos es la intención compartida de navegar de manera simultánea entre Washington y Pekín.
El papel desempeñado por los Estados intermedios es así otra de las más importantes lecciones del informe. A falta, por lo demás, de un claro consenso, actúan—como ha dicho el ministro indio de Relaciones Exteriores, Subrahmanyam Jaishankar—en una especie de bazar; es decir, en un sistema definido por un importante número de actores, con patrones cruzados de interacción, y con una significativa volatilidad. Si quieren evitar tener que elegir entre una u otra gran potencia, lo que les une es la voluntad de asegurar—además de su respectiva soberanía nacional—la estabilidad y prosperidad de la región en su conjunto.
En último término, el Índice muestra los altibajos en la posición relativa de Estados Unidos y China en la región, pero subraya igualmente la importancia del ecosistema regional y de los movimientos de terceros actores. Si ni Estados Unidos ni China pueden establecer su primacía, las acciones de medianos y pequeños países no sólo condicionan las decisiones de los dos gigantes, sino que determinan en buena medida la naturaleza del orden asiático. Si éste continúa definiéndose como un conjunto desordenado de coaliciones varias, o bien puede catalizar en la formación de un concierto multipolar institucionalizado, es una pregunta que seguirá sin respuesta a medio plazo.