Desde hace casi dos años, analistas y especialistas académicos discuten si la relación entre Estados Unidos y China puede calificarse, o no, como “Nueva Guerra Fría”. La analogía resulta comprensible por el alcance de la rivalidad entre ambas potencias, aunque el mundo del siglo XXI no puede ser más diferente del de la segunda postguerra mundial. Quienes piensan que estamos frente a una nueva era bipolar pueden recurrir como evidencia a la retórica ideológica desplegada por la administración Trump en los últimos meses, y que se suma a la guerra comercial y tecnológica emprendida desde 2018.
El pasado 23 de julio, el secretario de Estado de Estados Unidos, Mike Pompeo, pronunció en la que fue casa del presidente Nixon en California, unas palabras cuyo lenguaje recordaban al empleado contra la Unión Soviética en los años cincuenta. Al describir la lucha por la libertad contra el Partido Comunista Chino como “la misión de nuestro tiempo”—Washington ya no habla del Estado chino sino del partido gobernante—, su denuncia de “esta nueva tiranía” revela el deseo de un cambio de régimen en Pekín; un esfuerzo para el que solicitó la ayuda de todas las democracias: “si el mundo libre no cambia la China comunista, ésta nos cambiará a nosotros”, indicó. La escasa sutileza del jefe de la diplomacia norteamericana puede deberse a sus ambiciones políticas futuras, pero difícilmente contribuirá a relajar las tensiones con la República Popular, o a frenar la rápida pérdida de credibilidad internacional de Estados Unidos.
El 1 de octubre Pompeo llevó su campaña hasta la Santa Sede. Dos semanas después de escribir un artículo en el que acusó al Vaticano de comprometer su autoridad moral por llegar a un acuerdo con Pekín sobre el nombramiento de obispos en 2018, el secretario de Estado quería sugerir en persona la no renovación de dicho acuerdo—que vence a finales de mes—, así como la conveniencia de una condena explícita de los abusos a los derechos humanos en China. Esta interferencia directa en los asuntos de la Iglesia Católica explica—junto a la cercanía de las elecciones presidenciales—que no fuera recibido por el Papa. Aunque pensar que el Vaticano estaría dispuesto a alinearse con Estados Unidos en su guerra fría contra China, y renunciar a un acuerdo que costó treinta años de negociaciones, revela un profundo desconocimiento de la diplomacia vaticana, la presión de Washington puede ser indicación de que la “normalización” de las relaciones entre la Santa Sede y Pekín continúa avanzando.
En un contexto de crecientes tensiones con otros países—de sus vecinos asiáticos, a Europa y Estados Unidos—, Pekín tiene un interés aún mayor por mantener abierto un canal de comunicación con el Vaticano. El más pequeño y del mayor de los Estados del sistema internacional comparten, además de su continuidad de siglos, un sentido del tiempo y una paciencia estratégica que les diferencia de otras naciones. Desde la elección del Papa Francisco en 2013, sólo un día antes de que Xi Jinping asumiera la presidencia de la República Popular, se ha renovado un acercamiento que, más allá de la dimensión pastoral de la selección de obispos, supone todo un giro histórico.