El comportamiento internacional de China durante los últimos años se ha traducido en una notable desconfianza exterior hacia el país y, en particular, hacia su presidente, Xi Jinping. Lo que nadie esperaba era que, apenas semanas después de que el XX Congreso del Partido Comunista renovara su mandato, fuera también la propia sociedad china la que manifestara esa desconfianza hacia su líder máximo. Aunque la movilización popular de finales de noviembre fue una respuesta al descontento con la política de covid cero, es innegable que ha ido más allá en sus reclamaciones, alterando los planes de Xi cuando comienza su segunda década en el poder.
Las protestas que se han producido en más de una docena de ciudades chinas han supuesto el mayor desafío al gobierno chino desde los sucesos de Tiananmen en 1989. Como entonces, los jóvenes han tenido un papel protagonista. Como entonces también, las quejas por una cuestión concreta han conducido a una crisis política que ha puesto de relieve las debilidades estructurales del sistema. La China de hoy no es la de 1989, ni Xi tiene parecido alguno con Deng Xiaoping. Pero los dilemas de fondo no son muy diferentes. No deja de ser además un irónico guiño de la historia que la muerte del expresidente Jiang Zemin—quien llegó al poder de manera imprevista por los hechos de Tiananmen—haya coincidido con la movilización de una nueva generación, nacida con posterioridad y a la que se le ha ocultado lo que ocurrió hace 33 años.
Aun teniendo todo el poder, hay dinámicas que Xi no puede sujetar a su control. Y de poco le servirá acusar a “fuerzas externas hostiles” de haber organizado las protestas como una nueva “revolución de los colores”. La frustración popular con tres años de confinamiento se ha desatado de golpe, si bien—podría decirse—con “características chinas”. El omnipresente aparato de seguridad chino, reforzado con la constante vigilancia digital de sus ciudadanos, impone unos límites que los manifestantes han respetado con su precaución y esa simbólica hoja en blanco. ¿Se puede detener a quien no denuncia nada ni a nadie en concreto? Tampoco hace falta expresar lo que toda la sociedad conoce.
Xi quizá pensó que su decidida campaña contra la corrupción, una política exterior que ha situado a China en el centro del sistema internacional, y sus esfuerzos contra la pandemia—que en una primera etapa parecieron más eficaces que los de las democracias occidentales—, habían reforzado su legitimidad entre sus ciudadanos. Pero es China quien no ha terminado de salir de la pandemia, y sus efectos se han extendido de manera preocupante a la economía. El PIB apenas creció un 3,9 por cien en el tercer trimestre del año según cifras oficiales, aunque otras fuentes creen que el incremento osciló entre el dos por cien y el tres por cien. Más relevador resulta el aumento del desempleo juvenil, en la actualidad en cifras cercanas al 20 por cien (el doble que en 2018).
Aunque las protestas no pongan el régimen en riesgo, abren un panorama incierto para Xi y sus aliados. La sociedad china (parte de ella al menos, pues resulta imposible saber la extensión del fenómeno) ha puesto en duda la premisa básica de que sólo el Partido Comunista puede garantizar la estabilidad y la prosperidad nacional. Si se alivian las restricciones, el descontento puede también mitigarse. Pero la propaganda oficial difícilmente podrá eliminar el escepticismo de la población sobre la competencia de sus autoridades. De forma inesperada se ha producido un cambio significativo, cuya gestión requiere el tipo de reformas emprendidas por Jiang a principios de los años noventa, no el intervencionismo al que Xi es tan aficionado. El precio de su resistencia podrá encontrarlo el presidente chino a no tardar mucho.