El presidente Trump acaba de cumplir tres años en la Casa Blanca sin que su intención de lograr la desnuclearización de Corea del Norte haya registrado avance alguno. En un discurso ante la Asamblea Popular norcoreana el pasado mes de abril, Kim Jong-un dio a Estados Unidos un plazo hasta finales de año para adoptar una “decisión valiente” sobre su relación con Pyongyang. Transcurridos esos meses sin que Washington levantara las sanciones impuestas, el 31 de diciembre, ante el Pleno del Comité Central del Partido de los Trabajadores, Kim anunció la conclusión de la moratoria de ensayos nucleares y lanzamiento de misiles de largo alcance respetada desde 2017. Kim señaló que Corea del Norte emprendería una “nueva senda” que proporcionará al país “armamento estratégico” más avanzado, pero también una “larga confrontación” con Estados Unidos. En el año que comienza, las perspectivas de una solución al problema vuelven así a alejarse.
La determinación de Pyongyang de convertirse en un Estado nuclear dejaba escaso margen de maniobra a Trump, como tampoco lo tuvieron sus antecesores. Mientras que lo que quiere Washington es el abandono por Corea del Norte de su programa nuclear, para esta última “desnuclearización” tiene un significado distinto: la conclusión de la alianza de Estados Unidos con Corea del Sur—incluyendo la presencia de sus tropas en este país—y la retirada del paraguas nuclear norteamericano en el noreste asiático. Estos objetivos opuestos hacen que un acuerdo resulte virtualmente imposible. Pero, al mismo tiempo, el bloqueo del dossier permite a Pyongyang continuar desarrollando sus capacidades nucleares—podría tener ya 60 bombas—y de misiles, ampliando por tanto el alcance de la amenaza que representa este régimen totalitario para la estabilidad regional e internacional.
La Casa Blanca, aun más en año electoral, no cuenta con muchas opciones. Además de por sus consecuencias directas, el recurso a la fuerza no es viable por el claro riesgo de expansión del conflicto, incluyendo una probable intervención de China. Perseguir la “congelación” del programa nuclear norcoreano y, sobre esas bases, su gradual eliminación es lo que ya intentaron presidentes anteriores de Estados Unidos, cuando Corea del Norte tenía un arsenal muy inferior y por tanto más razones para negociar. Redoblar la presión externa en todos los frentes para poner en riesgo la supervivencia del régimen sería la alternativa más eficaz. El problema es que, para articularla, Washington necesita construir alianzas, es decir, todo lo contrario de lo que ha hecho este presidente al enfrentarse a Pekín y declarar su hostilidad hacia todo proceso multilateral.
En este contexto, la agenda diplomática y de seguridad parece depender de los movimientos de Pyongyang. Mientras éste mantiene a China de su lado, sitúa a Washington ante un escenario en el que sólo puede reaccionar a las acciones de otros. Estas circunstancias, además del compromiso del actual gobierno surcoreano con una relación de cooperación con el Norte y el interés prioritario de Kim Jong-un por volcarse en dinamizar la economía, permiten concluir que las posibilidades de un choque militar no son elevadas. No obstante, como ya ocurrió con el Acuerdo Marco de 1994 o con las Conversaciones a Seis Bandas (2003–2009), la ruptura de las negociaciones entre Estados Unidos y Corea del Norte representa una nueva oportunidad perdida para la paz. Treinta años después del fin de la Guerra Fría, y cerca de cumplirse 70 años del armisticio que puso fin a la guerra de Corea (1953), la península sigue en punto muerto.