El 6 de enero, mientras el secretario de Estado de Estados Unidos se encontraba en Seúl, Corea del Norte lanzó un misil que cayó a 1.100 kilómetros de distancia en el mar de Japón, país objeto de la siguiente parada de Antony Blinken en su última visita a Asia antes del cambio de administración. Si en Corea del Sur Blinken reafirmó el apoyo de Washington a un aliado que atraviesa una grave crisis política interna, y en Japón a un gobierno en minoría, las circunstancias que atraviesan ambas naciones y la toma de posesión de Trump han creado la ocasión para una nueva provocación norcoreana.
Algunos observadores han interpretado el lanzamiento como una señal con la que se pretendía desmentir las especulaciones sobre la posible restauración del diálogo con Estados Unidos una vez Trump ocupe la Casa Blanca. Aunque Kim Jong-un ya declaró en agosto que no tenía ningún interés en tal escenario ganase quien ganase las elecciones presidenciales, lo cierto es que Trump no ha dejado de presumir de su especial relación con el líder norcoreano. Pero Kim se siente más fuerte tras firmar un acuerdo de defensa con Rusia, a la que ha proporcionado armamento, munición y unos 12.000 hombres para combatir en Ucrania. A cambio, Pyongyang habría recibido unos 6.000 millones de dólares como contraprestación, una cantidad que le permite neutralizar en no pequeña medida el impacto de las sanciones internacionales, además de haber adquirido de Moscú—se sospecha—tecnología militar avanzada.
Envalentonado por su alianza con el Kremlin y por sus mayores capacidades, Kim puede querer escalar las tensiones con las democracias de la región en un intento de lograr concesiones diplomáticas. Sabe que, como consecuencia de su respectiva situación política interna, la excepcional cooperación trilateral que han mantenido Estados Unidos, Corea del Sur y Japón estos últimos años podría diluirse. Sus pretensiones de romper la alianza entre Seúl y Washington son ilusorias, sin embargo, pese al unilateralismo de Trump y al previsible cambio de gobierno en Seúl tras las próximas elecciones. Elevar el desafío a la estabilidad del noreste asiático altera, en cualquier caso, los cálculos estratégicos de los principales actores.
En el caso de Japón, su política de seguridad se apoyaba en un equilibrio predecible en su periferia más inmediata: Corea del Norte estaba contenida por el paraguas nuclear norteamericano y por el impacto de décadas de sanciones económicas. Mientras Corea del Sur se ocupaba de equilibrar militarmente al Norte, Japón podía centrar su atención en los movimientos de Pekín en los mares de China Oriental y de China Meridional. Sin embargo, el acercamiento norcoreano a Moscú puede traducirse en el mencionado salto cualitativo en sus medios y en una mayor independencia con respecto a la República Popular (su tradicional aliado), contando así con una capacidad de proyección de poder militar más allá de la península. A Tokio, que no ha podido ser más explícito en su apoyo a Ucrania y a Taiwán, le preocupa en particular que Rusia haya podido transferir a Pyongyang la tecnología necesaria para disponer de submarinos nucleares.
Es innegable que la inquietud por la expansión militar norcoreana satisface los intereses de Rusia y de China. Pero la estrecha relación de Kim con el presidente ruso, Vladimir Putin, también alarma a Pekín. Para las autoridades chinas, Corea del Norte es tanto un útil instrumento estratégico como una pesada carga: además de tener que sostener económicamente el régimen, considera su programa nuclear como un elemento de inestabilidad. Si Pekín tiene que compartir su influencia sobre Pyongyang con Moscú, Kim dispondrá de una creciente autonomía y atraerá la atención de Estados Unidos y de Europa, una situación que el presidente chino, Xi Jinping, preferiría evitar. Xi es rehén, no obstante, de una relación ambivalente a la que no puede renunciar, al necesitarla—además de por razones de seguridad—como elemento de su política hacia Estados Unidos. De este modo, si al llegar a la Casa Blanca en enero de 2017 Trump se encontró con Corea del Norte como el problema más urgente que atender en política exterior, en 2025 también ocupará una posición destacada en su lista de deberes. Ahora como entonces tampoco podrá prescindir del diálogo con China para afrontar la cuestión.