Mientras los medios de comunicación hablan de la próxima conclusión de un acuerdo que pondrá fin a la guerra comercial entre Washington y Pekín, la administración Trump ha lanzado de nuevo mensajes contradictorios sobre sus intenciones con respecto a la República Popular.
El martes 22 de octubre, el secretario de Estado, Mike Pompeo, pronunció en la conservadora Heritage Foundation un discurso en defensa de la política exterior de su presidente. Aunque Irán y Turquía fueron objeto preferente de sus palabras, hizo una breve mención a la reactivación del Diálogo Cuatrilateral de Seguridad, más conocido como “Quad”, con el fin de “asegurar que China mantenga tan sólo el lugar que le corresponde en el mundo”. Si esto significa que—según la percepción de Washington—China ya ha logrado más de lo que debiera, Estados Unidos aspira entonces—dio a entender Pompeo—no sólo a contener a Pekín, sino a reducir su actual influencia global.
Dos días más tarde fue el turno del vicepresidente Mike Pence. Justo un año después de su discurso en el Hudson Institute sobre la estrategia china de esta administración—intervención que fue considerada de manera unánime como la señal de comienzo de una nueva Guerra Fría—, Pence dedicó el jueves 24 un nuevo “sermón” a la República Popular. Aunque en un tono algo menos desabrido que el empleado en 2018, y en un foro políticamente más moderado—el Wilson Center—, reiteró su acusación de que China mantiene un comportamiento “agresivo y desestabilizador”. Por primera vez expresó, en nombre de su gobierno, el apoyo a los movimientos de protesta en Hong Kong, como ejemplo—dijo—de lo que debería ocurrir en el resto de China. Y, sobre los problemas estructurales en la relación bilateral, negó—frente a las críticas en dicho sentido—que la administración pretenda romper la interdependencia entre ambas economías. Estados Unidos, indicó, no trata de aislar a Pekín, sino de “establecer unas reglas de igualdad en su interacción”.
El mensaje transmitido por Pence no coincide exactamente por tanto con el de Pompeo. Lo que sí queda claro en cualquier caso es que Washington no está dispuesto a renunciar a su preeminencia global, ni a ser él, y sólo él, quien decida los límites de la proyección internacional de China. Pero plantear la relación entre ambas potencias como un juego de suma cero es una simplificación que oculta la falta de una definición sobre sus últimos objetivos, y un reconocimiento implícito de los condicionantes a su margen de maniobra.
China, por el contrario, tiene un concepto muy claro de lo que quiere, y cuenta con la estrategia asimétrica que le permite ir ganando gradualmente espacio. Sabe también que muchos de los aliados de Washington no comparten ni el lenguaje ni los métodos con los que Casa Blanca pretende afrontar el desafío chino.