Durante los últimos años, coincidiendo con el rápido aumento de sus capacidades militares, la presión de la República Popular China sobre Taiwán ha crecido en todos los frentes. Además de multiplicar las incursiones de sus aviones en el espacio aéreo de la isla, o realizar maniobras con fuego real en aguas cercanas (como las del pasado verano tras la visita a Taipei de la presidenta del Congreso de Estados Unidos, Nancy Pelosi), la retórica del presidente Xi Jinping sobre la inaplazable “misión histórica” de completar la reunificación ha agravado la inquietud internacional sobre el riesgo de un conflicto. En febrero, fue el director de la CIA, William Burns, quien declaró que Xi había ordenado a sus fuerzas armadas “estar preparadas hacia 2027 para completar con éxito la invasión” de Taiwán. (En 2027 se conmemorará el centenario de la fundación del Ejército de Liberación Popular). Añadió que esto no significa que Xi haya tomado la decisión de invadir la isla, pero sí confirma “la seriedad de su objetivo y su ambición”.
La impaciencia de una China más poderosa ha puesto a prueba la política de ambigüedad estratégica mantenida por Estados Unidos durante décadas, transformando el contexto que tradicionalmente definió la cuestión. Además de ocupar una posición geopolítica clave en una era de creciente competición naval, Taiwán se ha consolidado como una de las democracias más sólidas de Asia, a la vez que desempeña un papel indispensable en las cadenas de valor de la economía global, especialmente como productor de semiconductores. La invasión de Ucrania no ha hecho sino elevar el temor a una acción similar por parte de Pekín al otro lado del estrecho, lo que ha llevado a aliados de Washington como Japón y Australia a denunciar igualmente de manera explícita todo intento de alterar el statu quo por la fuerza.
Aunque nunca se haya prestado mayor atención al problema, lo cierto es que apenas se ha reflexionado sobre las implicaciones estratégicas de una ocupación china de Taiwán. ¿Qué consecuencias tendría ese hecho, además de la destrucción de su democracia y de un golpe sin precedente para la economía mundial? ¿Cuál sería su impacto para la seguridad regional y global? ¿Cómo afectaría al resto de potencias y a los Estados vecinos? A estas preguntas ha tratado de responder un estudio de Pacific Forum, el think tank con sede en Honolulu, que está teniendo un enorme eco entre cancillerías y expertos. En The World After Taiwan’s Fall, título del trabajo, han participado seis autores, cada uno de los cuales ha analizado su respectiva perspectiva nacional (Estados Unidos, Australia, Japón, Corea del Sur, India, y un francés que examina el impacto para Europa). Lo han hecho, por otra parte, conforme a dos escenarios alternativos: el primero contempla una ocupación de la isla sin haber recibido Taiwán ayuda exterior alguna; el segundo, imagina dicha ocupación aun habiendo contado Taipei con apoyo externo (es decir, tras una victoria militar de Pekín).
Con independencia de cómo ocurriera, la principal conclusión del estudio es que las consecuencias de un control chino de la isla serían devastadoras. La República Popular eclipsaría la influencia de Estados Unidos de manera estructural, y no sólo en Asia. Al neutralizar la credibilidad de los compromisos de defensa de Washington con sus aliados y socios, el entorno de seguridad regional y global se volvería mucho más peligroso. Algunos países inevitablemente pasarían a formar parte de una esfera de influencia china; otros optarían por adquirir armamento nuclear. Se esté o no de acuerdo con el análisis de los autores (algunos podrían considerarlo como excesivamente alarmista), las consecuencias generales resultan plausibles. La gravedad de su alcance ha sido por ello una de las principales motivaciones del estudio: se trata de urgir a las principales potencias a adoptar las medidas necesarias para prevenir que ese resultado se produzca.