En febrero de 1972, la visita a China del presidente de Estados Unidos, Richard Nixon, puso en marcha un acercamiento entre ambos países contra la Unión Soviética que transformó el equilibrio de poder global y abrió una nueva etapa en la dinámica de la Guerra Fría. Cuando se cumplen cincuenta años de “la semana que cambió el mundo”, ha sido el presidente ruso, Vladimir Putin, quien ha viajado a Pekín para anunciar con su homólogo chino, Xi Jinping, una nueva era en el orden internacional. China y Rusia, enemigos hace medio siglo, se alinean hoy con la pretensión de certificar el fin del “siglo americano”.
El triángulo estratégico diseñado por Nixon y Kissinger para quebrar el bloque comunista y buscar una salida a la guerra de Vietnam, se ha invertido cinco décadas después mediante la formación de un eje autoritario que aspira a reconfigurar el statu quo resultante del fin de la Guerra Fría. En un texto redactado en inglés que hicieron público el 4 de febrero, Xi y Putin describieron “la tendencia hacia la redistribución de poder en el mundo” que puede observarse en la actualidad, y declararon que la amistad entre sus dos naciones “carece de límites, y no hay áreas que queden al margen de su cooperación”.
El documento ha sido interpretado por numerosos analistas como un punto de inflexión, la señal de una nueva división del sistema internacional en dos bloques rivales. Pekín y Moscú han profundizado en su relación estratégica en unas circunstancias de debilidad de las democracias liberales y de polarización política en Estados Unidos. Tras un proceso sostenido de acumulación de capacidades militares (en el caso de Rusia), económicas y militares (en el de China), los dos países—potencias nucleares en sus respectivas regiones, Europa y Asia—, cuentan con un margen de maniobra impensable hace veinte años.
Sería un error, no obstante, pensar que han desaparecido los límites a su colaboración. Aun ofreciendo a Putin cierto apoyo—en el rechazo a la ampliación de la OTAN, por ejemplo—, Xi no tiene ningún interés alguno en empeorar sus ya tensas relaciones con Europa, ni en hacer que ésta refuerce su relación con Washington, especialmente en un contexto de desaceleración económica y de presiones políticas para corregir la dependencia de las cadenas de valor chinas. Las exportaciones de China a la UE multiplican por diez las dirigidas a Rusia, y Pekín no quiere ser objeto de sanciones en el caso de sumarse a las pretensiones rupturistas de Moscú (no es casualidad que Ucrania no apareciera nombrada en la declaración conjunta). Es China quien lleva hoy la iniciativa: Moscú—con diferencia el más débil de los tres—, es ante todo un peón útil para desviar la atención norteamericana del Indo-Pacífico. Los dirigentes chinos no van a poner sus intereses económicos en riesgo por Rusia.
La principal característica de la relación entre China y Rusia es la enorme asimetría de poder entre ambas naciones. La economía rusa es apenas la mitad de la de California, mientras China tendrá el mayor PIB del planeta antes de 2030. Pekín no puede mantenerse al margen de la economía global y necesita un escenario de estabilidad internacional, mientras que Moscú sólo cuenta con la provocación militar para conseguir sus objetivos. Aun compartiendo una misma ambición (mayor influencia internacional) y un mismo obstáculo (Estados Unidos), Xi no se dejará arrastrar por Putin a un conflicto contrario a sus intereses. Ambos líderes, eso sí, saben aprovechar cuantas oportunidades encuentran para inquietar a un Occidente todavía rehén de un mundo que dejó de existir.