A finales de este mes, posiblemente en Vietnam, el presidente de Estados Unidos, Donald J. Trump, y el líder norcoreano, Kim Jong-un, celebrarán un segundo encuentro. Una nueva reunión a este nivel puede servir, como la reunión de junio en Singapur, para crear una aparente dinámica de estabilidad entre ambas naciones, y por tanto en la región. Sin embargo, ni resolverá el problema de fondo—Kim no va a renunciar a sus capacidades nucleares—ni tranquilizará a los aliados de Estados Unidos, con cuyos intereses Washington no parece contar.
Así ocurre con Corea del Sur estos últimos días. El 31 de diciembre venció el acuerdo entre ambos socios sobre la financiación de la alianza; unas condiciones que se han actualizado cada cinco años desde 1991. Según diversas fuentes, la Casa Blanca exige a Seúl un aumento de su contribución del orden del 50 por cien, una demanda que ningún gobierno surcoreano—menos aún uno de izquierdas como el actual—podría aceptar. A medida que pasen las semanas sin un entendimiento, aumentan las posibilidades—se temen numerosos analistas—de que Trump pueda ofrecer a Kim alguna concesión con respecto a la alianza. Quizá no fue casualidad que la dimisión de James Mattis como secretario de Defensa se anunciara tras concluir la última ronda de conversaciones con Corea del Sur, como tampoco lo es que Trump haya vuelto al ataque en Twitter sobre cómo la seguridad de sus prósperos aliados está subvencionada por los contribuyentes norteamericanos. La retirada de Siria y Afganistán indica que la hostilidad del presidente hacia las alianzas no es mera retórica.
Dividir a Estados Unidos y Corea del Sur es por supuesto un elemento central de la estrategia de Pyongyang. Y es un objetivo detrás del precio que Kim puede pedir—en forma de retirada de los soldados norteamericanos del Sur de la península—para ofrecer a la Casa Blanca no el abandono de sus instalaciones nucleares, pero sí el fin del desarrollo de misiles intercontinentales, la prioridad más inmediata para la administración Trump. Las recientes declaraciones del secretario de Estado, Mike Pompeo, a Fox News, en el sentido de que lo primero es la seguridad del territorio de Estados Unidos han sido por ello un jarro de agua fría para Seúl, y un motivo de satisfacción para Corea del Norte.
Es mucho en consecuencia lo que está en juego en este segundo encuentro. Trump busca el mayor triunfo en política exterior de su presidencia, para poder utilizarlo de cara a su reelección. Pero puede poner también en marcha un desastre estratégico a largo plazo para la seguridad de Corea del Sur, para la de otros aliados—como Japón—y en realidad para los propios Estados Unidos. Si Washington pierde Seúl, perderá la península y el noreste asiático en su conjunto. Kim habrá ganado una partida, pero no final: quizá Corea del Sur tendrá que plantearse su nuclearización, aunque el juego quedará en buena medida en manos de China, que observa con deleite cómo esta Casa Blanca deshace sistemáticamente los pilares del poder norteamericano en Asia. (Foto: Matt Brown)