Aunque el presidente de Estados Unidos, Joe Biden, ha marcado claras diferencias con respecto a la administración anterior, China es una notable excepción: al igual que su antecesor, ha situado la competición con la República Popular en el centro de la política exterior norteamericana. Tras indicar nada más tomar posesión que no tenía intención de eliminar las sanciones comerciales impuestas por Trump, su secretario de Estado calificó la detención de la población uigur de Xinjiang como “genocidio”, y su consejero de seguridad nacional, Jake Sullivan, denunció el asalto a la autonomía a Hong Kong. En su intervención ante la Conferencia de Seguridad de Munich el mes pasado, Biden insistió en que Estados Unidos tenía que reaccionar frente a “los abusos y la coerción económica de China que erosionan los cimientos del sistema económico internacional”. Y añadió: “nos encontramos ante un debate fundamental sobre el futuro del mundo; entre quienes consideran que el autoritarismo es el mejor modelo y quienes comprenden que la democracia es esencial”.
Algunas de estas ideas aparecen incluidas en el documento que recoge las primeras orientaciones sobre la estrategia de seguridad nacional, y que dio a conocer la Casa Blanca el 3 de marzo. A la espera de la formulación estratégica más detallada que propondrá, en un plazo de cuatro meses, la comisión creada al efecto en el Pentágono, Washington define en el texto a China como “el único competidor capaz de combinar su poder económico, diplomático, militar y tecnológico para plantear un desafío sostenido a un sistema internacional estable y abierto”. No es una descripción muy distinta de la ofrecida por la Estrategia de Defensa Nacional firmada por Trump en enero de 2018.
Hay una gran diferencia, sin embargo. Biden cree que puede articular una política mucho más eficaz desde un enfoque multilateralista y apoyándose en sus socios y aliados. Para su equipo, el imperativo es obvio: Washington no podrá equilibrar el poder de China en el Indo-Pacífico, dar la batalla de las ideas frente a líderes autoritarios, ni definir los estándares globales de las nuevas tecnologías si no es mediante la formación de distintas coaliciones. El problema, no obstante, es que esos aliados pueden tener diferentes prioridades, que Pekín cultiva con habilidad.
Aunque la opinión sobre China se ha endurecido en muchos países, los aliados europeos de Estados Unidos rechazan una política de confrontación con Pekín. Cuando se cumplen justamente dos años de la adopción de las orientaciones estratégicas de la Comisión Europea que definieron a la República Popular simultáneamente como, “socio”, “competidor económico” y “rival sistémico”, Bruselas y los Estados miembros aún no han adaptado medidas concretas. La prioridad de las relaciones económicas—que Alemania en particular no oculta—explica el escepticismo sobre una rivalidad definida sobre la base de los valores políticos. La experiencia de los últimos cuatro años y la polarización política de Estados Unidos—reflejada en los 75 millones de votos conseguidos por Trump y el asedio al Capitolio—obligan por otra parte al Viejo Continente a continuar avanzando en el desarrollo de sus propias capacidades.
Biden quiere por otra parte reforzar el Diálogo Cuadrilateral de Seguridad (QUAD) como uno de los pilares fundamentales de su política hacia el Indo-Pacífico. El 18 de febrero ya se produjo una reunión del grupo, en la que éste denunció cualquier intento chino de alterar el statu quo de la región por la fuerza. Pero el gran juego estratégico en Asia es económico más que militar, como reveló el reciente acuerdo sobre la Asociación Económica Regional Integral (RCEP en sus siglas en inglés), que sitúa a China en el centro del mayor bloque comercial del planeta.
Sin perjuicio de aspirar a reducir las tensiones con Washington, para Pekín es vital reforzar las relaciones con sus Estados vecinos y apoyar una creciente independencia europea con el fin de prevenir la formación de una alianza anti-China por Estados Unidos. Toda estrategia de Biden puede encontrarse por tanto con una contraestrategia china ya en curso, basada en buena medida en el atractivo de su inmenso mercado y sus incentivos financieros.