El presidente chino, Xi Jinping, lleva meses volcado en preparar el XX Congreso del Partido Comunista, un cónclave que confirmará en el otoño de 2022 su tercer mandato (que probablemente tampoco será el último) al frente del país. Es esta convocatoria la que explica las acciones del gobierno dirigidas a controlar el poder de las grandes empresas tecnológicas, del sector de entretenimiento e, incluso, el ocio de los jóvenes, en un ejemplo de intervencionismo político no visto desde que Deng Xiaoping pusiera en marcha la política de reforma y apertura en 1978. No pocos observadores se preguntan si China está entrando en una nueva era política, mediante una serie de prácticas que recuerdan ciertas etapas del pasado maoísta.
Todo comenzó hace un año con la cancelación de una emisión pública de acciones por parte de Ant Group, propietario de Alibaba, y siguió con la persecución de Tencent—otro de los gigantes digitales—y de Didi Chuxing, el principal operador de transporte urbano. La indicación de que dichas acciones respondían a una motivación común se produjo el 17 de agosto, cuando tras una reunión de la comisión de asuntos económicos y financieros del partido, se declaró que resultaba necesario “regular los ingresos excesivos” del sector privado a fin de asegurar “la prosperidad común de todos”.
La persecución de las compañías privadas es una forma de responder a la preocupación social por la desigualdad, y a la acumulación de protestas en distintas ciudades por el riesgo de quiebra de empresas inmobiliarias, como Evergrande, en la que decenas de miles de ciudadanos han invertido sus ahorros. Los expertos temen una espiral de manifestaciones, también impulsadas por el cierre de fábricas extranjeras de firmas como Samsung o Toshiba, que están reduciendo su exposición en el mercado chino. Aunque en junio el gobierno declaró el fin de la pobreza absoluta en China, no hay evidencias de que se esté corrigiendo la creciente desigualdad en los ingresos; una cuestión que no debe empañar, sin embargo, el XX Congreso ni los tiempos con que juega Xi. La campaña que ha emprendido es una señal de sus prioridades hasta 2027, fecha en la que—con 73 años—puede querer aspirar a un cuarto mandato.
Cada vez resulta más evidente, con todo, que Xi afronta una oposición a sus planes en el seno del propio Partido: aun sin manifestarse públicamente, hay altos dirigentes preocupados por los efectos que pueda tener para la economía el obligar a las grandes empresas a compartir sus beneficios. Se ha sabido, por otra parte, que durante los últimos meses se ha producido una oleada de destituciones en las fuerzas de seguridad, en la fiscalía y en los tribunales, de funcionarios acusados de deslealtad a la organización.
De ahí la especial relevancia del principal encuentro previo al XX Congreso: el Pleno del Comité Central que se celebrará en noviembre. Las ambiciones de Xi exigen que esta sesión plenaria transmita un mensaje de clara unidad. En esta etapa no sólo no puede haber disensiones internas, sino que tiene que hacerse ver que todo está bajo control y que el Partido está cumpliendo sus promesas, pese a los sobresaltos provocados por la pandemia.
Xi también aspira a reforzar su legitimidad mediante el documento que aprobará el Comité Central sobre los logros del Partido a lo largo de los 100 años transcurridos desde su fundación en 1921. Dando continuidad a los textos adoptados por Mao en 1945 y por Deng en 1981 con similar objetivo, el del próximo Pleno destacará el “pensamiento de Xi Jinping sobre el socialismo con características chinas en la nueva era”. Si todo transcurre conforme a lo previsto, el Partido que desde los años ochenta había intentado evitar el regreso a un régimen personalista como el de Mao, encumbrará a Xi en una posición no muy diferente.