La publicación en 2008 de “Bitcoin: A Peer-to-Peer Electronic Cash System” supuso un hito innegable. El artículo lo colgó en una lista de correo un tal Satoshi Nakamoto y, como su título indica, describe el protocolo para crear un sistema de pagos entre iguales. Para muchos es “el mayor cambio [en las finanzas] desde los Medici”, como sostiene John Lanchester. “Es banca sin bancos, dinero sin dinero”, cuyo valor no depende de las decisiones de un político o un técnico: lo fija libre y democráticamente la comunidad de usuarios. En 2016 incluso se promovió la candidatura de Nakamoto al Nobel de Economía, aunque su identidad nunca se ha establecido y, como la Real Academia de las Ciencias de Suecia alega, el galardón no se otorga a alguien que es “anónimo o ha fallecido”.
En el tiempo transcurrido desde entonces la criptodivisa ha mostrado, sin embargo, algunas carencias. La primera es la lentitud. Mientras su tecnología apenas permite gestionar entre cuatro y cinco transacciones por segundo, la de Visa alcanza las 24.000. Esto significa que los pocos segundos que tardan en autorizarnos una operación con tarjeta se convierten en una espera de cinco o más minutos.
El segundo inconveniente es la volatilidad. Al automatizar y limitar su emisión (está previsto que el último bitcóin se acuñe en 2140), Nakamoto pretendía impedir su depreciación, pero esta previsibilidad y escasez han dado alas a los especuladores. “Por ejemplo”, se lee en Investopedia, “en noviembre [de 2017] subió del entorno de 5.950 dólares a más de 19.700, para desplomarse a continuación hasta los 6.900 a principios de febrero [de 2018]. Incluso sus intradía son salvajes: es habitual verlo fluctuar un 10% arriba o abajo en el breve lapso de unas horas”. Esto no es saludable. Ningún país puede adoptar como medio de pago una divisa que una semana vale 20 dólares, a la siguiente 10 y a la otra 30. El comercio requiere previsibilidad. “Una de las ventajas del bitcóin es que los Gobiernos no pueden desestabilizarlo”, observa Felix Salmon en Fusion. “Pero resulta un magro consuelo para quienes lo ven saltar como una puntocom en plena fiebre de internet”.
Estas dos limitaciones han impedido que las criptodivisas desafíen el monopolio público de la acuñación, como pretendían los cypherpunks, y aquí es donde entra el proyecto Libra que Facebook ha anunciado. Su funcionamiento es más ágil: abrevia las transacciones a 10 segundos. Tampoco es volátil, porque su paridad se ha vinculado a una cesta de activos seguros (oro, divisas fuertes) y está controlada por un consejo de gobierno que interviene al menor signo de especulación. Finalmente, no está respaldada por media docena de friquis, sino por los miles de millones de usuarios de Facebook.
Ahora sí estamos ante un bicho que podría revolucionar los pagos. “Mucha gente no tiene hoy acceso a los servicios financieros más elementales”, explica Facebook. “Casi la mitad de los adultos del mundo carecen de cuenta bancaria”. Y denuncia cómo “los migrantes pierden cada año 25.000 millones de dólares en comisiones por el envío de remesas”. Si las tarifas lograran rebajarse del actual 10% al 3%, liberaríamos miles de millones.
Suena alentador, pero no todos han acogido la noticia con alborozo. “Libra entregará el poder a las personas equivocadas”, alerta Chris Hughes en Financial Times. Hughes fue cofundador de Facebook. La dejó porque, a diferencia de Mark Zuckerberg, quería acabar sus estudios en Harvard y porque le atraía más la política y, en particular, Barack Obama, para cuya elección coordinó una crucial campaña en internet.
Hughes siempre ha mirado con escepticismo las criptodivisas, pero Libra ofrece por primera vez una alternativa capaz de desplazar a los bancos centrales nacionales y le preocupa que su desaparición impida adoptar medidas de estímulo en los momentos de tensión. La crisis del euro ilustra “lo que sucede cuando una economía emergente pierde el control de su divisa”, escribe refiriéndose a Grecia.
No le falta razón. Al renunciar a la posibilidad de devaluar, Grecia (y España y Portugal) se vieron obligadas a recuperar su competitividad mediante una dolorosa combinación de despidos y deflación salarial. Si las decisiones monetarias se centralizan aún más y quedan en manos de una autoridad no ya europea, sino planetaria, el margen de maniobra se estrechará hasta la asfixia.
Pero justamente por eso es muy improbable que ocurra. Las sucesivas tormentas financieras que han azotado el sistema internacional desde finales del siglo XX (crisis asiática de 1997, rusa de 1998, argentina de 2001, europea de 2008…) han evidenciado que fijar irrevocablemente la paridad al dólar o el marco no funciona y que la humanidad jamás compartirá moneda. Siempre coexistirán varias, y esto no es malo. Al contrario. En el caso concreto de la libra de Facebook, si es tan eficiente, estable y líquida como sus promotores afirman, los ciudadanos de regímenes que imprimen los billetes como estampitas de santos podrán transferir sus ahorros al ciberespacio con un simple clic y preservar su capacidad adquisitiva.
¿No hay nada que objetar entonces a Libra?
Lo veremos en la próxima entrega.