Se calcula que unos 800.000 uigures están recluidos en los 1.200 campos de internamiento repartidos por la región túrquica de Sinkiang. Oficialmente, disfrutan de una cura de desintoxicación. Presentan síntomas de radicalismo en diferentes grados y el tratamiento consiste en entonar himnos comunistas, abjurar del islam, ver películas propagandísticas y estudiar lengua e historia chinas. En la práctica, “los centros están atestados y la comida es frugal”, escribe James Millward en The New York Review of Books. “Quienes protestan son confinados en celdas de aislamiento, ven su alimentación reducida, pasan largos periodos de pie contra la pared o permanecen atados de pies y manos en una silla tigre”.
Aunque inicialmente las autoridades lo negaron todo, las imágenes de satélite y los testimonios de familiares de presos y de funcionarios arrepentidos las han obligado a admitir que en 2017 los arrestos se elevaron en la región al 21% del total nacional, pese a que los uigures apenas suponen el 1,5% de la población. “Se estima”, dice Millward, “que el Partido Comunista tiene encerrados al 10% de los musulmanes de Sinkiang”.
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Los uigures se islamizaron hacia el año 1000 y llevan siglos practicando una variante muy alejada del salafismo tan grato a Bin Laden y sus secuaces. Después de que los manchúes se anexionaran el territorio en el siglo XVIII, se inauguró un régimen administrativo respetuoso con las peculiaridades locales. Ni los emperadores ni sus sucesores comunistas se metían con la ropa, el idioma o la religión. Sinkiang fue declarada región autónoma y, salvo el paréntesis de la Revolución Cultural, todos los presidentes celebraron “la diversidad” y fomentaron la publicación en lengua vernácula.
Esta política empezó, sin embargo, a reconsiderarse tras el colapso de la URSS en 1991. Muchos jacobinos vieron en la tolerancia de Moscú hacia las nacionalidades la carcoma que había socavado los cimientos del imperio soviético y empezaron a abogar por una asimilación más enérgica de las minorías. Únicamente así, argumentaban, preservaría China su estabilidad.
Estos debates son recurrentes en los estados plurinacionales y nunca habrían trascendido el terreno académico de no haber surgido el terror islamista. Los promotores de una China fuerte establecieron rápidamente un hilo conductor entre Al Qaeda y cualquier expresión musulmana. “Aunque parte de las personas que han sido expuestas a la ideología extremista no han cometido aún delito alguno”, explica un documento de la Liga de la Juventud Comunista de Sinkiang, “están ya infectadas [y] la enfermedad puede manifestarse en cualquier momento […]. Por eso debe ingresárseles en un hospital de reeducación a tiempo de tratar y extirpar el virus de sus cerebros”.
En descargo de estos aguerridos jóvenes comunistas hay que decir que no todos los uigures son probos y pacíficos mahometanos. Algunos han protagonizado ataques repulsivos, como las hordas que en julio de 2009 sacaron de sus casas y asesinaron a 200 integrantes de la etnia han. En mayo de 2014, otros ocho uigures acuchillaron a 31 viajeros en una estación de tren y, meses después, dos SUV cargados de explosivos irrumpían en un mercado y se llevaban por delante a 43 viandantes. Finalmente, en septiembre del año siguiente, 17 terroristas acababan a machetazos con 50 personas y se refugiaban en una cueva, de donde el ejército los desalojó con lanzallamas y acribilló a balazos a medida que salían ardiendo como teas.
Nadie simpatiza con estos fanáticos, pero Millward se pregunta si la solución es aplastar toda una cultura. Es posible que entre el irredentismo uigur y la violencia haya un paso, pero es un paso solo una minoría da. Neutralizarla sin desbordar los límites del estado de derecho exige tiempo y paciencia, pero la historia ofrece ejemplos de que no es un camino impracticable.
Es verdad que la historia proporciona casos igualmente exitosos de procesos de asimilación. En la Francia del Antiguo Régimen apenas 15 de los 83 departamentos eran francófonos. “Dados los numerosos correos que se recibieron informando de que los paisanos de tal o cual sitio eran incapaces de comprender lo que se les leía”, cuenta Íñigo Bolinaga, “los decretos más importantes, así como la Declaración de Derechos, tuvieron que ser traducidos a los idiomas locales”.
Con el tiempo, Francia se ha convertido en un modelo de uniformidad lingüística y cultural, pero el precio pagado nos resultaría hoy inasumible. Se empezó degollando a sacerdotes y aristócratas, se procedió luego con las prostitutas y los burgueses y se terminó arrasando ciudades enteras. “Lyon será destruida”, dictaminó la Convención en octubre de 1793, y confió la misión a Joseph Fouché. “La guillotina trabaja demasiado despacio”, comentó este. Encadenó en una bola humana a un grupo de presos, los despachó a cañonazos y arrojó sus cadáveres al Ródano, para que fueran flotando hasta Tolón y mostraran a los ingleses y al mundo “la omnipotencia del pueblo”. (Foto: Steve Bunting)