Durante los meses de verano, China ha dado algunos pasos, más o menos discretos, por consolidar su presencia económica, y política allí donde sea posible, en Oriente Próximo donde, a pesar de que los titulares se parezcan a los de hace décadas, están produciéndose cambios profundos.
Los Acuerdos de Abraham, que han supuesto un reconocimiento y un amplio programa de colaboración económica entre Israel y los Emiratos Árabes Unidos, las conversaciones, discretas pero intensar entre Jerusalén y Ryad para que Israel y Arabia establezcan relaciones diplomáticas oficiales (lo que sería un cambio radical en el paradigma político, cultural y religioso de la región), los acuerdos entre Israel y Marruecos y la creciente presencia israelí en África está sentando las bases de un acercamiento global entre Israel y el islam sunni que a medio plazo puede significar un cambio geoestratégico importante, han hecho que China quiera estar presente ante cierta inhibición de EEUU.
China ya tiene un importante acuerdo bilateral con Irán, negocia varios acuerdos con Turquía, mantiene un amplio programa de colaboración con Israel, donde ya gestiona parte del puerto de Haifa y desarrolla proyectos bilaterales de desarrollo tecnológico y están creciendo sus inversiones en Arabia Saudí. A pesar de sus recientes problemas económicos, Pekín no abandona sus grandes líneas de actuación que para ellos debe desembocar en un evidente papel de segunda (primera cuando sea posible) potencia mundial.
EEUU no pierde vista ese escenario pero sus problemas internos, su polarización social, la influencia de un trumpismo que puede volver a gobernar con su secuela de desprestigio de las instituciones y la falta de liderazgo presidencial están paralizando una respuesta más amplia.
La situación global gana en inestabilidad y un orden de otro tipo se está gestando en todas partes. EEUU duda, la UE no comparece y sólo en el plano militar parece haber cierta reacción occidental lo que no hace el escenario menos inquietante.