La presencia de China en Oriente Próximo ha conocido una notable evolución desde comienzos de siglo. De unas relaciones centradas en los intercambios económicos, en particular en los recursos energéticos, la República Popular ha pasado a convertirse en un actor con un creciente peso en la región. Sus intereses de seguridad (de su dependencia del petróleo a la estabilidad de Xinjiang) le obligaron a implicarse en mayor grado a partir de las primaveras árabes, maximizando la relevancia de la zona para los proyectos de interconexión de la Nueva Ruta de la Seda. Su deseo de ser percibida como una de las grandes potencias globales exigía asimismo una elevación de su perfil diplomático. Manteniéndose al margen de la esfera militar, su política consistió en un acercamiento neutral a todos los gobiernos locales, incluso a los que compiten entre sí.
Consciente de las consecuencias de la conflictividad de la región (del aumento del precio del petróleo a la disrupción de las rutas marítimas, pasando por los riesgos para la seguridad de sus empresas y ciudadanos), Pekín debía actuar a favor de la estabilidad. Al mismo tiempo, la transformación económica y política que atraviesa Oriente Próximo proporcionaba una ventana de oportunidad que podía intentar orientar a su favor. Ambas circunstancias explican su posición con respecto a la guerra entre Israel y Hamás y su aproximación al Golfo Pérsico, dos ejemplos a través de los cuales ha intentado erosionar a largo plazo la influencia norteamericana y consolidar su liderazgo de las naciones del Sur Global
Aunque China nunca ha ocultado su afinidad con la causa palestina, supo construir durante los últimos veinte años un equilibrio entre el mundo árabe e Israel, ahora roto. Sin preocuparse en exceso por el deterioro de la relación con Tel Aviv al evitar condenar a Hamás, Pekín ha utilizado el conflicto de Gaza para contrastar su actitud con la de Estados Unidos. Buscaba así expandir su influencia entre quienes, en la región y en el mundo emergente, consideran el establecimiento de un Estado palestino como condición indispensable para la estabilidad de Oriente Próximo. China construyó por otra parte una asociación estratégica con dos rivales, Arabia Saudí e Irán, que compiten por el liderazgo regional. La intervención de Pekín en la normalización de relaciones diplomáticas entre Riad y Teherán el pasado año fue prueba de su prioridad por prevenir un escenario de mayor tensión, pero al acercarse simultáneamente a ambos gobiernos (una posibilidad vetada a Washington), continuaba jugando al mismo tiempo en el contexto de su rivalidad con Estados Unidos.
La extensión del conflicto al Líbano (y quizá más allá), y la incertidumbre sobre los próximos pasos de Irán han alterado la escena, poniendo a prueba el margen de maniobra chino. Si su política de equilibrios resultaba difícil de mantener en cualquier circunstancia, la actual espiral puede ocasionarle más desventajas que beneficios. El deterioro, quizá irreparable, de la relación con un Israel que pretende reconfigurar el equilibrio de poder regional (aunque carezca en realidad de un plan post-conflicto) le deja sin interlocución con Tel Aviv. Su aparente incapacidad para moderar a Irán (aunque la debilidad de este último haya quedado expuesta por la ofensiva israelí contra Hezbolá), daña por otra parte las expectativas que habían depositado en Pekín las monarquías del Golfo. Frente a un tablero fluido y cada vez más complejo, las piezas de la estrategia china parecen haberse desencajado. La contradicción entre su necesidad de un Oriente Próximo estable y su defensa de algunos de los elementos más desestabilizadores ha hecho evidente sus riesgos. Su política hacia la región tendrá que pasar por un nuevo proceso de reajuste.