El acuerdo anunciado entre Estados Unidos y los talibán para cronificar y supuestamente encauzar el conflicto en suelo afgano es una noticia llena de interrogantes pero que puede significar cambios profundos en la arquitectura política y de alianzas en toda la región.
El acuerdo es fruto de negociaciones más o menos discretas desarrolladas durante más de un año en dos escenarios diferentes: uno de negociación directa entre Estados Unidos y el movimiento islamista en un proceso facilitado por Qatar y Pakistán, y otro de diálogo entre los talibán y los gobiernos afganos de los dos últimos años. Este último, que debería adquirir impulso tras el acuerdo primero, se desarrolla sin embargo con enormes dificultades, ya que el gobierno en Kabul sigue asentado sobre acuerdos entre señores de la guerra cuyo poder radica en la influencia territorial y en cada uno de los grupos étnicos que conviven en el país, donde la corrupción y la economía del opio sigue siendo un factor económico esencial para todos.
Pero el acuerdo mismo anunciado contiene muchos interrogantes. La realidad es que el movimiento talibán ocupa un poder territorial real que Estados Unidos ha podido contener pero no derrotar y sobre cómo se va a gestionar esto no hay datos suficientes. Por otra parte, hay una condición de ese acuerdo, que se susurra pero no se hace pública, que es el compromiso asumido por los talibán y que consiste en ayudar a erradicar la presencia en suelo afgano de un cada vez más activo Daesh, el largo brazo del islamismo sunní que combate en Irak y Siria y ha realizado atentados en todo el planeta. Cómo se va a llevar a cabo esto y con qué resultados reales está por ver.
Finalmente, el protagonismo de Qatar, que se une a su presencia indirecta en Libia, a su creciente influencia en Gaza y Cisjordania y su mediación en Irán, bajo la atenta mirada de sus rivales saudíes puede estar sentando las bases de un cambio significativo en el equilibrio regional.