La población china alcanzará en 2029 los 1.440 millones, para entrar a partir de entonces en un declive “imparable”, según la Academia de Ciencias Sociales. Hacia 2065, esta era de contracción habrá devuelto el censo a los niveles de los 90.
No se trata de un fenómeno aislado. Dentro de 20 años, apenas África registrará aumentos demográficos. De España a Noruega, de Chile a Canadá, de Australia a Japón las mujeres dan cada vez menos a luz. Son los gajes del progreso. En las economías primitivas, donde hay que acometer infinidad de pequeñas tareas, los hijos son bienvenidos porque aportan manos con que ejecutarlas. Además, las malas condiciones sanitarias ocasionan una elevada mortalidad infantil y hacen falta muchos partos para sacar adelante un adulto. Disponer de una larga prole tiene mucho sentido.
Este sistema de incentivos se invierte en las sociedades modernas. Por un lado, los adelantos médicos permiten que sobreviva la mayoría de los nacidos. Por otro, el trabajo se sofistica y requiere una formación previa: si en una granja del XVIII estabas listo para ordeñar vacas y echar grano a las gallinas prácticamente desde el momento en que podías andar, ahora no puedes incorporarte al mercado laboral sin pasar antes por el colegio, el instituto y la universidad. Este proceso es lento y costoso, y por eso las parejas optan por un número corto de hijos (tan corto a menudo como uno).
La transición demográfica, que es como se conoce en sociología este fenómeno, es generalmente consecuencia del progreso material, pero en China ha sido fruto de una decisión deliberada: la política del hijo único impulsada en 1980, cuando la progresía mundial concluyó que el modo más rápido de mejorar la renta per cápita no era aumentar la renta, sino reducir la cápita. El resultado es que “el país se hará viejo antes de volverse rico”, escriben Charlie Campbell y Hainan Island en Time.
Esto es un problema. Los mayores ganan poco y, por tanto, consumen menos, lo que ralentiza el crecimiento. Pero, además, esos ingresos no los generan ellos, sino que son transferencias que perciben del resto de la sociedad. Occidente ha desarrollado un gigantesco sistema de previsión, lleno de goteras, es verdad, pero más o menos funcional. En China no han tenido tiempo. Apenas hay pensiones públicas, de modo que la presión recae sobre la descendencia. Cada ciudadano activo debe echarse sobre los hombros a dos padres y cuatro abuelos. Mantener en equilibrio esta pirámide invertida exige mucha productividad y, aunque el Gobierno ha lanzado una campaña para “tener hijos para el país”, las familias están haciendo todo lo contrario: concentrar los recursos en uno solo, con la esperanza de que se convierta en su Seguridad Social particular. Time cuenta la historia de San Tianyi, una niña de tres años que va a clase de ocho a cinco entre semana y los sábados y domingos es sometida a “una vertiginosa dieta de actividades extraescolares: natación, pintura, música, inglés”. Sus padres, un cocinero y una camarera que viven en un piso de dos dormitorios, calculan que llevan gastados 22.000 dólares en la criatura (¡y tiene tres años!). “Confío en que nos cuide cuando envejezcamos”, dice la madre.
El perfil de mujer que empieza a emerger de esta estresante coyuntura no es halagüeño. Una profesora de medicina cuenta que sus colegas y alumnas chinas le dicen a menudo refiriéndose a sus pretendientes masculinos: “Me encanta, pero es demasiado pobre y no creo que pueda casarme con él”.
Es lo que les faltaba a los solteros locales. La combinación de la política del hijo único y una preferencia cultural por el varón hizo que durante décadas se practicara el aborto selectivo y ahora hay un déficit de mujeres que se estima en unos 24 millones. “Imagine”, dice Time, “que toda la población masculina de Nueva York y Texas viviera sola, deprimida y sexualmente insatisfecha”.
Una China angustiada por la vejez, con la infancia consumida en una frenética competencia, cada vez más clasista y con millones de mozos suspirando. El panorama tiene poco que ver con la Arcadia comunista que los ingenieros sociales imaginaron en 1980. (Foto: Matthias Buehler)