La Conferencia de Shanghái fue una iniciativa rusa, con China de socio menor, para reunir y liderar a las naciones de centro Asia que fueron integrantes de la URSS y que se despliegan desde las fronteras de Rusia a las de China, justo al norte de la inestable región que va desde la frontera de India a la de Israel y el Mediterráneo. Fue, y es, un intento de aparecer como una OTAN oriental solo que integrada por países autoritarios en su mayoría y como instrumento para mantener y blindar la influencia y el control de Moscú.
Pero la invasión rusa de Ucrania, la desastrosa gestión militar del conflicto, el reforzamiento automático de la OTAN (la de verdad, la que protege los sistemas democráticos) y los consiguientes problemas económicos para la potencia agresora ha cambiado el escenario.
En la reunión de la Conferencia de Shanghái de hace unos días, Rusia ha parecido como un padrino viejo y el decadencia al que China e India le reprochan sus problemas en Ucrania y Pekín, en concreto, ejerce como aspirante a potencia líder en una región con alta inestabilidad.
Para colmo, coincidiendo con la cumbre, Azerbaiyán, aprovechando la debilidad de Rusia, potencia avalista del acurdo de paz con Armenia, ha intentado reabrir el conflicto cuyo último acto ganó para obtener nuevas ventajas y, el extremo este y por la misma causa de la debilidad rusa, Kirguistán y Tayikistán, han reabierto, a tiros, su viejo litigio fronterizo surgido, como más al oeste, de la arbitraria delimitación de fronteras que impuso Rusia tras el derrumbamiento de la URSS.
Y de todo esto surge China como potencia alternativa, pragmática, solvente y, por el momento, en una mejor situación económica, aunque, también de momento, con carencias energéticas y militares para un liderazgo indiscutible.