Entradas

INTERREGNUM: ¿A qué llamamos Asia? Fernando Delage  

¿Existe “Asia”? ¿Tiene sentido hablar del mayor y más diverso de los continentes como un espacio homogéneo con características compartidas? ¿O es más bien un mito? Lo cierto es que su ascenso económico y político en el mundo del siglo XXI es en parte resultado de la creciente interconexión entre sus distintas subregiones: noreste y sureste asiáticos, subcontinente indio y Asia central han escapado de las barreras que las separaron durante largo tiempo para formar no una Asia unida, pero sí un sistema cada vez más interdependiente. Es una evolución que obliga a redefinir el concepto de Asia y, de paso, permite redescubrir cómo los asiáticos han aprendido sobre ellos mismos.

Esta historia es el objeto de un reciente libro del profesor de la Universidad de California en Los Ángeles Nile Green. Su trabajo (How Asia Found Herself: A Story of Intercultural Understanding, Yale University Press, 2022) es una fascinante investigación sobre una serie de figuras desconocidas de Irán, Afganistán, Birmania, India, China, Japón y el Imperio Otomano, que, desde el siglo XIX, intentaron descifrar en sus propias lenguas las sociedades y culturas de otras regiones asiáticas. Pese a las interacciones económicas y políticas que trajo consigo el imperialismo europeo, el conocimiento por los asiáticos de sus vecinos fue extraordinariamente fragmentario. En un meticuloso esfuerzo de “arqueología” bibliográfica, Green saca a la luz las publicaciones de varios pioneros que actuaron como intermediarios en la comprensión intercultural.

Como es sabido, no fueron los habitantes de la región sino los geógrafos griegos quienes, en la antigüedad clásica, dieron a Asia su nombre, sugiriendo una unidad de la que en realidad carecía. Sólo a partir del siglo XVI, con la expansión europea, se comenzó a utilizar el término por aquellos incluidos bajo la denominación. Desde 1900 “Asia” adquirió un nuevo significado: ensayistas y pensadores como el japonés Okakura Kakuzo y el indio Rabindranath Tagore recurrieron a la idea de un continente integrado, separado y distinto de Europa, con el fin de defender una supuesta herencia “asiática” frente a la presión cultural y política de la colonizadores. Pero declaraciones de ese tipo por las elites intelectuales se produjeron en un contexto de enorme desconocimiento entre las diferentes culturas y lenguas asiáticas. Por aquella época, no existían diccionarios entre dichas lenguas, ni tampoco traducciones de los textos canónicos de sus respectivas religiones, que intentaban describir conforme a los principios de la propia. Mientras los promotores de la unidad asiática compartían una agenda política anticolonialista, no había acuerdo entre ellos, por otra parte, sobre cuáles eran los elementos que servían de base a esa pretendido patrimonio común ni sobre quién debía definirlos. Tanto nacionalistas indios como japoneses se consideraban líderes naturales del continente. El “panasiatismo” de Japón conduciría a la Segunda Guerra Mundial, mientras que las ambiciones indias, mantenidas por Nehru tras la independencia, se quebrarían tras la guerra con China en 1962.

Al examinar cómo las diferentes subregiones de Asia comenzaron a conocer la historia y cultura de las otras durante los dos últimos siglos, Green se adentra en un terreno apenas explorado que da aún más sentido a la extraordinaria transformación que se ha producido en nuestro tiempo. El fin de la Guerra Fría marcó el comienzo de una nueva fase en la que Asia ha reinventado su identidad, asumiendo la modernidad como propia y rechazando todo estatus de inferioridad. La heterogeneidad y diversidad de lenguas, religiones y civilizaciones continúan definiendo al continente, pero la reafirmación de sus valores colectivos y la determinación de guiarse por sus propias normas frente a las pretensiones universalistas de Occidente han conducido a lo que el periodista japonés Yoichi Funabashi llamó hace treinta años “la asiatización de Asia”.

La Teoría del Bosque Oscuro. Miguel Ors Villarejo

El pasado mes de enero la Academia China de las Ciencias invitó al novelista de ciencia ficción Liu Cinxi a visitar el imponente radiotelescopio que las autoridades han construido en la remota y atrasada provincia de Guizhou. El FAST (iniciales de Five-hundred-meter Aperture Spherical Telescope o Telescopio Esférico de 500 Metros de Apertura) es una ensaladera del tamaño de 40 campos de fútbol cuya sensibilidad duplica la del observatorio de Arecibo.

Aparte de abordar proyectos abstrusos, como aclarar el modo en que el universo se expande o aprovechar el latido de los púlsares para detectar las ondas gravitacionales de Einstein (y, eventualmente, ganar algún Nobel), el FAST se ocupará también de la búsqueda de inteligencia extraterrestre, más conocida por su acrónimo inglés SETI. De ahí la invitación de la Academia a Liu. “En cierto modo”, escribe Ross Andersen en The Atlantic, “[su] presencia no constituye ninguna sorpresa. Su opinión es muy apreciada […] y la agencia aeroespacial ya le ha consultado para otras misiones”.

“Pero”, añade a continuación, “no deja de ser una extraña elección”. La obra de Liu gira en torno a los encuentros en la tercera fase, pero a diferencia del Spielberg de ET, no dibuja a los alienígenas como encantadores e inofensivos enanitos verdes, sino como implacables máquinas de matar. Cuando los humanos agitamos los brazos como náufragos para alertar de nuestra existencia, nos ponemos absurdamente en su punto de mira. Es la Teoría del Bosque Oscuro: cada civilización es un cazador al acecho en una noche sin luna.

Liu no tiene por qué estar en lo cierto, pero su hipótesis es inquietantemente congruente con la paradoja de Enrico Fermi. Este físico italiano consideraba que, dada la ingente cantidad de estrellas, la probabilidad de que hubiera otros seres inteligentes en la galaxia era muy elevada. “¿Dónde están?”, se preguntaba. “¿Por qué no hemos encontrado ningún rastro […], por ejemplo, sondas, naves […] o transmisiones?” La respuesta de Liu es que están agazapados en el Bosque Oscuro.

Hay que decir, no obstante, que la capacidad de anticipación de la ciencia ficción es relativa, como revelan la abundancia (jamás materializada) de coches voladores en el género, desde Los Supersónicos a Regreso al futuro, o el triste destino de firmas como Pan Am o Atari, cuyos anuncios aparecen triunfalmente en Blade Runner, pero que quebraron hace tiempo.

Más que oráculos, estas utopías/distopías son a menudo el reflejo de obsesiones colectivas. Las películas de marcianos de los 50 eran una alegoría de la Guerra Fría y el terror que en su día inspiró La invasión de los ladrones de cuerpos a los americanos no se debía tanto al peligro remoto de ser abducido por un platillo volante, como a la amenaza mucho más próxima de acabar convertido al comunismo.

Del mismo modo, la Teoría del Bosque Oscuro recoge los ecos de un doble trauma. Por un lado, el error incomprensible que supuso el abandono de la vanguardia científica. China descubrió la pólvora, la brújula, la imprenta y, en un momento dado, dejó de innovar. ¿Por qué? Voltaire culpaba al énfasis que Confucio pone en el respeto de la tradición. Otros han hablado de la molicie que genera la falta de competencia: mientras en Europa media docena de naciones debían urdir constantemente modos de imponerse a sus vecinas, los mandarines carecían de rivales a su nivel y se acomodaron. Sea como fuere, cuando a mediados del XIX las potencias occidentales irrumpieron con sus acorazados de vapor y sus modernos cañones, la tecnología bélica casi medieval de Pekín sufrió una humillación detrás de otra. Este es el segundo trauma.

La moraleja que extrae Liu de la historia es tajante: las civilizaciones superiores aplastan a las inferiores. Sus compatriotas quizás no compartan su negra opinión sobre los alienígenas, pero no pueden decir lo mismo de los demás habitantes de este planeta y por eso impulsan proyectos científicos como la ensaladera de Guizhou.