En la última etapa de la campaña electoral para la presidencia de los Estados Unidos las referencias a la política exterior, y en concreto en relación con China, comienzan a converger en una crítica al régimen de Pekín. Ya sea por conveniencia puramente electoralista, ya sea por que se asumen como incontrovertible la creciente agresividad de la autocracia china, el candidato demócrata Joe Biden ha endurecido su discurso contra China y ha calificado al presidente chino, Xi Jinping, como matón, a pesar de que, o quizá precisamente por esto, el gobierno chino ha expresado su preferencia por la derrota de Donald Trump y su equipo.
Pero el giro demócrata no se reduce a poner más énfasis en el peligro de la extensión del modelo chino y en la estrategia de expansión comercial política y militar de China por todas aquellas zonas del planeta que considera de su interés. Es más preocupante la adopción de parte del discurso nacionalista y proteccionista de Trump por lo que consideran, en sintonía con las bases sociales en que se apoya Trump, que la desindustrialización que afecta a la clase media y trabajadora estadounidense es consecuencia de factores exteriores y necesita instrumentos e incentivos que limiten el libre comercio. Estos planteamientos, que también están creciendo en Europa a caballo de los populismos, tanto de izquierdas como de derechas, reclaman más intervenciones estatales, más regulaciones de los mercados, más limitaciones a las iniciativas y a las libertades individuales y, por consiguiente, más presión fiscal apara garantizar el aumento del gasto público, es decir, imitar en parte al modelo chino.