Cuando va a cumplirse un mes de la invasión rusa de Ucrania, la brutalidad desatada por Putin no sólo está agravando una crisis humanitaria sin precedente. La resistencia ucraniana y la firme respuesta de Occidente han acabado con las ambiciones geopolíticas que pudiera tener Moscú en esta guerra en la que se juega el futuro de Europa. Si una prioridad central de Putin ha consistido en erosionar la Unión Europa y las relaciones transatlánticas, ha conseguido exactamente todo lo contrario. Si quería rehacer la estructura de seguridad del Viejo Continente, lo que ha logrado es aislar a su país: nunca podrá negociarse con él un nuevo orden (cuestión distinta será con su sucesor). Pero igualmente le ha complicado las cosas a su único socio de envergadura, China, a la que ha solicitado ayuda militar, económica y financiera.
Desde la anexión de Crimea en 2014, Moscú se ha apoyado en Pekín con el fin de contrarrestar las consecuencias de las sanciones económicas y el aislamiento diplomático impuestos por americanos y europeos. Mediante la formación de un eje de potencias revisionistas, a China se le abrió una oportunidad para debilitar la influencia de Estados Unidos y de Occidente. Pero la guerra de Ucrania ha exacerbado un escenario de inestabilidad económica global y de reajustes geopolíticos que obliga a Pekín a reconsiderar los límites de su relación con Rusia.
Hasta la fecha, China ha tratado de mantener una posición que, sin condenar explícitamente a Moscú, no perjudicara su capacidad de maniobra. El desarrollo de la guerra le está haciendo ver, sin embargo, que no puede permanecer neutral ante un conflicto que provocará el mayor realineamiento estratégico desde 1945. La naturaleza del próximo orden global—y de la identidad de China como potencia—será muy diferente según Pekín opte por consolidar una alianza con una Rusia perdedora (que le daría, eso sí, el claro liderazgo de un bloque autoritario), o bien decida apostar a favor de la estabilidad de un sistema internacional integrado y basado en reglas. Como señalan estos días algunos respetados especialistas chinos, cuenta con un estrecho margen temporal para elegir.
La presión económica se está dejando sentir. Los dirigentes chinos confiaban en lograr este año un crecimiento del 5,5 por cien del PIB, aunque el FMI y otras instituciones estimaban que no llegaría al cinco por cien. La guerra de Ucrania puede reducir esas cifras aún más, lo que conduciría al peor escenario económico de las dos últimas décadas. Además de su impacto político en un año crucial para el presidente Xi (que en otoño obtendrá su tercer mandato en el XX Congreso del Partido Comunista), el aumento de los precios de los recursos energéticos (China importa el 70 por cien del petróleo y el 40 por cien del gas que necesita) y de materias básicas como los cereales (de los que depende en gran medida la seguridad alimenticia china), y la disrupción en las cadenas globales de producción (en cuyo centro se encuentra la República Popular) pueden agravar los problemas estructurales de la economía china.
Aún más si Washington (y Bruselas) decidieran imponer sanciones a Pekín por prestarle a Moscú la ayuda pedida, como le dio a entender el presidente Biden a Xi en su conversación del pasado viernes. Cabe pensar que China no querrá perder unos mercados como los de Estados Unidos y la UE (sus exportaciones a ambos sumaron más de un billón de dólares en 2021, frente a los 70.000 millones de dólares de sus ventas a Rusia), ni que sus bancos queden fuera del sistema financiero internacional. También preferiría evitar el coste diplomático a su reputación, por no hablar de la estrecha coordinación entre norteamericanos y europeos que siempre ha querido evitar.
En los últimos días no han faltado indicaciones de la incomodidad china. Sus empresas de aviación han rechazado el envío de repuestos a Rusia, y el Banco Asiático de Inversión en Infraestructura, con sede en Pekín, ha suspendido sus créditos a Moscú. Su embajador en Washington, ha escrito que, “de haber sabido [lo que iba a hacer Putin], China hubiera tratado de prevenirlo por todos los medios”, mientras que el embajador en Kiev ha provocado la furia de Moscú al alabar la resistencia de los ucranianos y manifestar el compromiso chino con la reconstrucción del país. Pese a la censura en los medios, han tenido por otra parte una notable difusión los comentarios de varios académicos chinos, aconsejando una revaluación de la asociación con Putin y la intervención de Pekín para intentar poner fin al conflicto.
La presión es innegable, como lo es también el cambio de percepción chino sobre su amigo moscovita. Si conducirán o no a un giro político es aún discutible, pues la decisión (es parte fundamental del problema) está en manos de una única persona, Xi, cuyas obsesiones ideológicas pueden alejarle del pragmatismo aconsejable en esta encrucijada.