Si el pasado año estuvo cargado de acontecimientos en Asia oriental, otro tanto cabe esperar de 2025 al multiplicarse las incertidumbres en distintos frentes. Pocas serán tan relevantes entre ellas como la estrategia que adopte Trump al regresar a la Casa Blanca el 20 de enero, y sus efectos sobre los aliados. Estos últimos no tendrán mucho margen de influencia en el caso de abandonar Estados Unidos el internacionalismo de la administración a la que sustituye. Sin embargo, la evolución de su situación interna sí podrá afectar a la agenda diplomática de la Casa Blanca.
El presidente Biden identificó Asia como la región prioritaria para la política exterior norteamericana, y reforzó las alianzas y asociaciones estratégicas en el Indo-Pacífico. Pero ese esfuerzo no sirvió para mitigar la rivalidad estratégica con China (que alcanzó, por el contrario, un nivel sin precedente de tensión), ni tampoco para evitar la modernización del arsenal nuclear de Corea del Norte (que aprovechó además las circunstancias para firmar un nuevo acuerdo de defensa con Rusia). Con respecto a ambas cuestiones no está claro si Trump mejorará, o más bien empeorará la situación.
En cuanto a China, no puede asegurarse que el presidente comparta la hostilidad ideológica hacia Pekín de los candidatos que ha propuesto para dirigir el Consejo de Seguridad Nacional y la secretaría de Estado. Se desconoce aún igualmente si se dejará llevar por su inclinación proteccionista e impondrá los enormes aranceles que ha sugerido (el déficit comercial es su gran obsesión), o buscará algún tipo de transacción con su homólogo Xi Jinping. Su voluntad de prevenir un conflicto militar con China es, no obstante, firme, por lo que podría intentar responder al problema de Taiwán ofreciendo algún tipo de garantías a la República Popular (y corregiría así las declaraciones de Biden que despertaron la desconfianza de las autoridades chinas). Sin llegar a formalizarse ningún pacto, las presiones internas que impulsan la rivalidad entre ambos gigantes podrían de ese modo mitigarse, lo que repercutiría a favor de la estabilidad regional.
En relación con Corea del Norte, recuérdese que, durante su primer mandato, Trump llegó a reunirse hasta en tres ocasiones con Kim Jong Un, con resultados inexistentes para los intereses norteamericanos. Tras haber seguido desarrollando sus capacidades nucleares y fortalecido su relación con Moscú, Kim cree disponer hoy de una mayor libertad de actuación. De hecho, Pyongyang comenzó 2024 con la declaración de que renunciaba al objetivo de reunificación con el Sur, reconociendo por primera vez la existencia de dos Estados soberanos en la península.
Tanto China como Corea del Norte son desafíos frente a los cuales Trump necesitará aliados fuertes y de confianza. Sin embargo, el nuevo primer ministro japonés, Shigeru Ishiba, gobierna en minoría, lo que puede poner en riesgo los ambiciosos objetivos de su antecesor, Fumio Kishida, de duplicar el presupuesto de defensa, adquirir una capacidad de contraataque contra la amenaza norcoreana, o poder ayudar a Estados Unidos en el supuesto de una agresión china contra Taiwán. Corea del Sur atraviesa por su parte una grave crisis constitucional tras la destitución del presidente Yoon Suk Yeol, aún pendiente de confirmación por los tribunales. La elección presidencial que deberá celebrarse este año la ganará casi con toda seguridad la izquierda, lo que hace previsible que Seúl intentará restablecer el diálogo con Pyongyang y mitigar las sanciones, a la vez que podrá dar marcha atrás en el acercamiento a Estados Unidos, a Japón y a la OTAN de la administración saliente. Trump se encuentra así con un escenario imprevisto en dos de sus más estrechos aliados cuando tiene que tomar sus primeras decisiones sobre la región.