Home Asia INTERREGNUM: Efectos de una traición. Fernando Delage

INTERREGNUM: Efectos de una traición. Fernando Delage

por: 4ASIA
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En 2017, durante el primer día en la Casa Blanca de su primer mandato, el presidente Donald Trump formalizó el abandono de Estados Unidos de la Asociación Trans-Pacífico (TPP), el acuerdo de libre comercio que había impulsado la administración Obama para prevenir que, una vez convertida en primera economía del planeta, China pudiera imponer las reglas del juego del comercio mundial. El resultado de la decisión de Trump fue justamente la que su antecesor había tratado de evitar: la formación de un sistema económico asiático cada vez más integrado, con la República Popular en el centro. Aliados y socios de Washington no entendieron el disparo que Estados Unidos se había pegado en el pie.

Un año más tarde, Trump desató la guerra comercial con China con la pretensión de reducir el déficit bilateral mantenido con el gigante asiático y proteger la industria norteamericana. No consiguió ninguna de las dos cosas. Pekín supo adaptarse a la situación, adoptando estratégicamente sus propias represalias, mientras seguía ocupando espacio en las estructuras multilaterales y multiplicaba su influencia en las naciones del Sur Global. Trump rompió, eso sí, la continuidad de una política hacia China que había durado décadas, y—sobre las bases de ese cambio—su sucesor, Joe Biden, avanzó en la construcción de una estrategia competitiva que se extendió al terreno tecnológico, pero integrando siempre a socios y aliados. Además de la convicción de que Estados Unidos no puede por sí solo equilibrar a una China en ascenso, la guerra de Ucrania había hecho evidente que la seguridad europea y la seguridad asiática ya no eran esferas separadas. De ahí las referencias a la República Popular en el concepto estratégico de la OTAN aprobado en Madrid en 2022.

Cuando, en su segunda presidencia, Trump apuesta por acabar con la unidad transatlántica, la tormenta que ha provocado no se limita a los europeos. La traición de Ucrania y el abandono Viejo Continente, y su sustitución por una aproximación al Kremlin, no dejará de afectar necesariamente a la región del Indo-Pacífico. Los hechos y declaraciones de estos días (de manera explícita, la intervención del secretario de Defensa en la Conferencia de Seguridad de Múnich), confirman que, entre las voces discordantes de los asesores del presidente, pueden haberse impuesto las de quienes propugnan concentrar toda la atención en China. A la cabeza de ellos se encuentra Elbridge Colby, uno de los principales autores de la Estrategia de Defensa Nacional de 2018, y pendiente aún de su previsible confirmación como uno de los más altos cargos del Pentágono.

En su libro The Strategy of Denial: American Defense in an Age of Great Power Conflict (Yale University Press, 2021), Colby escribe que, una vez que el orden unipolar liderado por Washington es historia y la rivalidad entre las grandes potencias está de regreso, la seguridad (y el estatus) de Estados Unidos demandan una estrategia orientada como prioridad central a evitar la hegemonía de China en Asia. Lo que implica, según su visión de las cosas, que son los europeos los que deben ocuparse de su propia seguridad (Rusia es una amenaza sólo para ellos).

Intentar separar a Rusia y China es un objetivo lógico para los intereses norteamericanos, pero si el precio pasa por traicionar al Viejo Continente e ignorar las reglas de la convivencia internacional, algunas de sus consecuencias se volverán contra Estados Unidos. El mundo de hoy es muy diferente del de hace medio siglo, cuando Nixon y Kissinger quebraron el bloque comunista, y aún más de la época del Congreso de Viena que, a partir de 1815, propició un largo período de estabilidad tras las guerras napoleónicas mediante el establecimiento de un directorio de grandes potencias (modelo del que Putin se declara ferviente admirador). Trastocar la estructura de seguridad europea para pactar con Moscú en un contexto de múltiples interdependencias globales puede no beneficiar a Estados Unidos de la manera que esperan los estrategas de la actual administración.

Y no sólo porque se acrecienta el riesgo de procesos destructivos en el Viejo Continente, además de una reconfiguración del equilibrio euroasiático: también por los efectos sobre China. Que Pekín necesite mantener a Putin en el poder no significa que le satisfaga el giro norteamericano hacia Moscú. Xi Jinping no comparte el desdén de Trump y Putin hacia las reglas, ni la hostilidad de ambos hacia el libre comercio. Tampoco es partidario de darle un trato de igual a una Rusia que, pese a cumplir una función para los intereses chinos, es considerada como una potencia de menor calibre. La voluntad trumpiana de romper el statu quo es evidente; haber medido sus consecuencias lo es mucho menos. China está preparada para hacérselo ver.

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