El encuentro que mantuvieron en Busan (Corea del Sur) los presidentes Donald Trump y Xi Jinping el pasado 30 de octubre marcó un antes y un después en la rivalidad estratégica entre Estados Unidos y China. La tregua que acordaron en la guerra comercial supuso un reconocimiento implícito de que, frente a la naturaleza estructural de la competición entre las dos potencias, cada una de ellas necesita ganar tiempo para intentar reducir la influencia de la otra. La reunión hizo así evidente hasta qué punto ha cambiado el equilibrio de poder entre Washington y Pekín, sin que se despejaran por otro lado las incógnitas sobre las intenciones últimas de la administración Trump hacia la República Popular.
La influencia global adquirida por China es innegable. Si en otros tiempos Pekín era un actor menor que debía ajustar su posición internacional a la evolución de las relaciones entre Estados Unidos y la Unión Soviética, en la actualidad Moscú se ha vuelto más y más dependiente de la República Popular, mientras que tampoco Washington puede imponer a esta última sus preferencias. Así ha podido comprobarlo Trump en su segundo mandato, al tener que sentarse a negociar tras decidir las autoridades chinas controlar la exportación de minerales críticos y limitar la compra de soja norteamericana. De ser objeto pasivo de sanciones, China ha pasado a convertirse en árbitro de las reglas del juego.
Al mismo tiempo, en Busan se confirmó que Trump no sólo ha roto con la política de la administración Biden, sino también con la que él mismo siguió en su primera presidencia, y que sostuvieron un enfoque coherente e integral hacia el gigante asiático. Mediante su actual aproximación contradictoria, su afición a los aranceles está dañando a fabricantes y consumidores de Estados Unidos, alejando a socios y aliados, debilitando el dominio tradicional del dólar, y complicando la formación de las coaliciones que necesita para asegurar su liderazgo tecnológico. Es China quien se beneficia de dichas medidas.
Con su obsesión por los aranceles, Trump revela la prioridad de sus preocupaciones en relación con la República Popular: los asuntos económicos y tecnológicos. El contexto geopolítico y de seguridad, incluyendo problemas como el de Taiwán, no parecen importarle en el mismo grado. Mientras Pekín tiene una clara definición de los objetivos que persigue a largo plazo, y avanza en su consecución mediante una estrategia multidimensional orientada a la acumulación gradual de poder, la perspectiva seguida por la Casa Blanca no le permite entender las ambiciones globales chinas, ni valorar la relevancia de los aliados si pretende contrarrestar sus avances.
Los aliados europeos igualmente deberían, por cierto, reconsiderar su posición. El levantamiento chino de las restricciones a la venta de tierras raras se extiende a la Unión Europea, pero ¿debe ésta alinearse sin más con la política norteamericana? Más que la elección de una u otra dirección, lo que resulta inquietante es la creciente marginación europea y la falta de coordinación entre sus miembros, acompañadas por su desinterés. Según ha trascendido, aunque la estrategia europea hacia la región del Indo-Pacífico estaba incluida en la agenda de la última reunión de los ministros de Asuntos Exteriores de la UE, la discusión apenas duró siete minutos. No es necesario detenerse, por lo demás, en la ausencia de un enfoque compartido sobre China. Poco creíbles pueden resultar por tanto las declaraciones de los líderes europeos sobre sus ambiciones de autonomía estratégica: los gobiernos asiáticos —Pekín en particular— han tomado nota.




