En 2021 el Partido Comunista Chino cumplirá cien años. Hacía cuatro años que los bolcheviques rusos habían tomado el poder al asalto en un golpe de Estado reforzado de revolución y el fantasma del comunismo, como había anunciado Marx en el Manifiesto Comunista recorría el mundo.
La sociedad china estaba apenas alumbrando una reforma democrática condicionada por una estructura fuertemente agraria con algunos proyectos industriales aislados, una estructura burocrática gigante con una tradición de impiedad que fue calificada como despotismo asiático (lo que conlleva cierta dosis de racismo como si en otros lugres no hubiera habido tanta brutalidad) y unas desigualdades sociales enormes. El PC chino fue hijo de esa sociedad e incorporó sus tradiciones. Especialmente la aspiración a dirigir, transformar y controlar la sociedad desde un aparato burocrático inmenso, totalitario y violento. Esto quedó magníficamente retratado en la novela de André Malraux La condición humana, un episodio de la pelea entre canallas en ambos bandos de la guerra civil china que ensangrentó el país entre 1927 y 1949 y que acabó con la victoria de los comunistas con Mao Tse Tung al frente. Esa tradición violenta llevó al alineamiento chino con la versión más brutal del leninismo que representó Stalin, a la inspiración de los jeméres rojos camboyanos y su genocidio y a grupos terroristas con Sendero Luminoso en Perú entre otros.
Cien años más tarde, la tecnología y la sofisticación burocrática pueden reducir la acción de las armas sin reducir el control y con un desarrollo económico basado en la explotación, la ausencia de derechos y el incumplimiento de las normas internacionales inconvenientes. Reducir la imagen de China al éxito material y tecnológico, a las sonrisas y las buenas maneras ocultando lo que está tras el decorado no es sólo un ejerció de complicidad sino la revelación de una falta de cultura democrática altamente preocupante.