“Perseguir el proteccionismo es como encerrarse en una habitación oscura, donde el viento y la lluvia pueden quedarse fuera, pero también la luz y el aire”, proclamó líricamente el presidente Xi Jinping en la ceremonia inaugural de la cumbre de Davos. Para el enviado del New York Times, Peter Goodman, el discurso estuvo “plagado de tópicos, metáforas retorcidas y referencias literarias”, pero encerraba un “mensaje sorprendente”: Pekín es el nuevo paladín de la libertad de comercio.
No parece que Xi sea la persona más adecuada para defender la libertad de nada. “Bajo su dirección”, observa Goodman, “el Partido Comunista ha reprimido duramente el activismo social, ha multiplicado las trabas en internet y ha encarcelado a docenas de abogados que intentaban […] defender los derechos de sus conciudadanos”. Xi también “ha enviado buques de guerra a las islas en disputa del mar de China Meridional” y, a través de un importante magistrado, acaba de reiterar que la idea de un poder judicial autónomo es “absolutamente rechazable”.
Pero es justamente su carácter autoritario lo que le permite afrontar sin pestañear la globalización, porque esta entraña concesiones que no son siempre bien recibidas por el electorado. Es el ineludible trilema que Dani Rodrik enunció en 2000: “Democracia, soberanía nacional e integración económica no son compatibles. Podemos escoger dos de las tres, pero no todas a la vez”.
El Brexit ha sido fruto de esta tensión. Los ingleses han decidido irse de la Unión porque creen que han cedido demasiado y quieren recuperar el control de sus leyes, que ya “no se harán en Bruselas, sino en Westminster”, como ha explicado Theresa May.
Y en Estados Unidos la deslocalización ha generado una bolsa de ciudadanos indignados lo bastante amplia como para aupar a un furibundo proteccionista como Donald Trump a la Casa Blanca.
No se trata de un fenómeno nuevo. La primera gran globalización, la de la Belle Époque, funcionó porque no había sufragio universal. El patrón oro, que fue el acelerante de aquella explosión comercial, requería retirar periódicamente billetes de la circulación, lo que se traducía en dolorosas crisis, con su secuela de rebajas salariales y paro. Mientras las víctimas de aquellas deflaciones carecieron de voz, los Gobiernos pudieron acometer los ajustes, pero tras la Primera Guerra Mundial el voto se generalizó en Occidente y mantener la paridad con el oro se volvió políticamente insostenible.
Como los monarcas de la Europa victoriana, Xi puede ignorar a buena parte de su ciudadanía y muchos en Davos lo consideran una bendición, porque la globalización podrá seguir en marcha. Pero la sustitución de Washington por Pekín no es irrelevante. Por irritante que nos pueda resultar la hegemonía de Estados Unidos, se ha verificado con arreglo a normas objetivas. China, por el contrario, no suele anteponer el derecho a sus intereses. “A menudo ha mostrado su disposición a emplear el comercio como un bastón”, recuerda la agencia AFP. La exportación de salmón noruego se hundió a raíz de que el Instituto Nobel concediera el Premio de la Paz al disidente Liu Xiaobo y las estrellas coreanas del pop han visto cómo sus actuaciones se cancelaban después de que Seúl anunciara el despliegue de un sistema de defensa de misiles.
El proteccionismo es seguramente una habitación oscura, como sostiene Xi, pero la alternativa que nos ofrece tampoco tiene pinta de ir a ser muy soleada.