La crisis sanitaria originada por el coronavirus procedente de China ha puesto de relieve la vulnerabilidad de los sistemas sanitarios de los principales países del Asia oriental (al margen de China y con la excepción de Corea del Sur, Japón y Taiwán), y no digamos de los países del Asia central. La presión demográfica, las desigualdades entre ciudadanos y modelos de prestación sanitaria y la dependencia tecnológica (en gran parte de China) definen estructuras poco adecuadas para hacer frente a crisis y alertas de gran magnitud. La primera muerte de la epidemia fuera de China, ocurrida en Filipinas, ha elevado varios puntos la alarma.
En realidad, por mucho que se empeñen personas y medios en vender catástrofes y cataclismos tras cada esquina, no existe riesgo de una situación de apocalipsis. Como se han encargado de señalar y repetir los expertos y las autoridades, la mortalidad provocada por el virus no es extraordinaria; aunque hay desconfianza sobre las cifras ofrecidas por China no existen datos de que haya una gran desviación de éstas y todo hace indicar que, con los amplios recursos de un sistema autoritario y con liquidez relativa, China está actuando con intensidad.
Pero es en los países de alrededor donde puede estar la falla que origine una crisis más grave. Si este virus se extiende por Indochina e India la situación será más complicada y es ahí donde está la principal preocupación.
Por otra parte, y como con cada alarma de este tipo, se recrudecen las teorías conspirativas que, ¡cómo no!, apuntan a negligencias o intentos criminales … de Occidente. Las redes sociales son el escenario en el que las supersticiones, la ignorancia, la demagogia y la irresponsabilidad están desplazando a la ciencia, la razón y el sentido común. Es evidente que esta crisis puede afectar a los escenarios geopolíticos y las alianzas y esto va a verse con relativa velocidad.