La Ruta de la Seda es lo que en marketing se conoce como una supermarca. Es una idea clara (casi todo el mundo sabe a qué se refiere) y notoria (¿quién no ha oído hablar de ella?), que abriga una poderosa carga emocional: su mención evoca el lejano y misterioso Oriente, la sofisticación, la aventura… Finalmente, asociamos su existencia con una era de paz y prosperidad.
Sin embargo, como sucede a menudo, la realidad subyacente no está a la altura de su reputación. “Pocos asuntos históricos han suscitado tanta literatura a partir de tan escasa sustancia”, escribe el veterano corresponsal del Financial Times Philip Bowring en la New York Review of Books. Y cita la descripción que hace de ella la académica de Yale Valerie Hansen en La Ruta de la Seda: Una nueva historia: “una serie de senderos cambiantes y sin marcar, en medio de una vasta extensión de desiertos y montañas”.
“El viaje entre China y Samarcanda, el principal enclave de Asia central”, sigue Bowring, “era lento y azaroso, y el tráfico de productos modesto”. De hecho, el traslado por mar resultaba mucho más barato (siete veces, según los romanos) y estaba menos expuesto a las inconveniencias de las guerras o al capricho de las autoridades aduaneras.
En el último siglo y medio, el desarrollo de los motores de vapor y de explosión y la construcción de una extensa red ferroviaria en las repúblicas asiáticas de la URSS mejoraron la competitividad del transporte terrestre, pero para cualquier movimiento “desde el interior de China a Turquía o Irán, y no digamos ya a Europa, el tren es una alternativa pobre en comparación con el bajo coste del barco y la rapidez del avión”.
¿Por qué lanza Pekín una nueva Ruta de la Seda, compuesta por seis corredores que costarán una barbaridad? En la región faltan indudablemente infraestructuras y su construcción generará actividad. Es la magia de los multiplicadores keynesianos: si el sector público empieza a hacer caminos, canales y puertos, el privado deberá facilitarle cemento, palas y hormigoneras, lo que tirará de la inversión y el empleo. Pero esta lógica funciona cuando existe capacidad ociosa, como durante una crisis. En los Estados Unidos de los años 30 tenía mucho sentido abrir zanjas para cerrarlas luego, porque el país estaba lleno de empresarios paralizados por la incertidumbre.
Pero ese no es el problema de China. Si el Estado se mete a licitar grandes obras no creará oportunidades para sus ingenieros y sus albañiles. Estos simplemente dejarán de levantar torres de apartamentos para hacer autopistas o estaciones o lo que sea. Lo único que aumentará será la deuda soberana.
Así y todo, es posible que merezca la pena hipotecarse a cambio de impulsar la productividad de la economía, pero prever el retorno de las infraestructuras dista mucho de ser una ciencia exacta. En un artículo de 2005, Bent Flyvbjerg, Mette K. Skamris Holm y Søren L. Buhl analizaron 210 proyectos de 14 países y se encontraron con importantes desvíos respecto de la demanda prevista, que en el caso de dos ferrocarriles alemanes alcanzaban el 150%. Y eran alemanes…
Estos precedentes deberían invitar a la cautela, pero lo que mueve la política no es la estadística, sino la ambición. En una conferencia pronunciada en mayo, Xi Jinping jaleó las gestas de Zheng He, el almirante del siglo XV cuya flota propagó la influencia de la dinastía Ming por las costas de Indonesia, India, Somalia y Kenia. “Una vez más”, apunta Bowring, “Pekín se posiciona a sí mismo como el gobernante benévolo, al que rinden tributo sus vecinos menores a cambio de protección y amistad”.
Muchos chinos de buena voluntad quizás compren este ingenuo relato, pero la historia revela que los vecinos, por menores que sean, no reciben amistosamente a las potencias en expansión, aunque lo hagan bajo la misteriosa y sofisticada advocación de la Ruta de la Seda.