“La felicidad nacional bruta es más importante que el producto nacional bruto”, proclamó en 1972 el rey de Bután. Tim Harford lo recordaba hace un año en su columna del Financial Times y comentaba con no poca ironía que, si él gobernara un país con el nivel de vida de Bután, también preferiría hablar de felicidad.
“Pero”, añadía a renglón seguido, “no le falta razón”. La capacidad de consumo es un modo muy rudimentario de medir el bienestar. En Occidente, la renta per cápita se ha triplicado desde 1960 y no somos el triple de dichosos. En algunos ámbitos incluso hemos retrocedido: hay más depresiones en Europa y las muertes por alcoholismo han crecido en el Reino Unido, Estados Unidos y varias antiguas repúblicas soviéticas. “Nos encontramos ante una profunda paradoja”, escribe el economista Richard Layard: “una sociedad que busca y proporciona mayores ingresos, pero cuya felicidad en el mejor de los casos apenas ha aumentado”.
¿Qué está pasando?
En primer lugar, los humanos estamos diseñados para adaptarnos a un entorno cambiante. Eso nos ayuda a encajar las desgracias, pero nos obliga asimismo a recurrir a dosis crecientes de estímulos positivos para mantener constante el nivel de satisfacción. La alegría que ocasiona una subida de sueldo dura lo que tardamos en ajustar nuestro presupuesto. Como le explica la reina Roja a Alicia en A través del espejo, “aquí hace falta correr a toda velocidad si quieres permanecer en el mismo sitio”.
En segundo lugar, los ingresos no sirven únicamente para comprar artículos. Son un indicador de estatus, algo que a los humanos nos encanta. Nos da literalmente la vida. Layard afirma que “las personas que ocupan los puestos superiores [del escalafón] viven cuatro años y medio más” que sus subordinados.
Este afán de ser más que el prójimo plantea un dilema imposible. La provisión de bienes materiales puede ampliarse, pero la cantidad de estatus disponible es fija. Hay un primero, hay un segundo, hay un tercero y ya está. Si uno triunfa, otro pierde. Por mucho que suba el salario de una persona, si el de sus grupos de referencia (vecinos, amigos, parientes) lo hace más, se sentirá peor, aunque sea objetivamente más rico. La renta de los alemanes orientales se disparó tras la reunificación, pero su autoestima se hundió porque pasaron de ser los alumnos aventajados del comunismo a engrosar el pelotón de los torpes del capitalismo.
La lucha por el estatus consume mucha energía sin que la sociedad experimente una ganancia neta de felicidad. Layard pone el ejemplo del espectador de un partido que se levanta de su asiento. Obliga al que está detrás a incorporarse y, al final, el estadio entero acaba en pie. Nadie ha mejorado su perspectiva y todos están más incómodos. De igual manera, la obsesión por ingresar un euro más que nuestro cuñado nos ha llevado a jornadas laborales agotadoras, que nos roban tiempo de otras actividades gratificantes, como estar con los hijos, salir con los colegas o ir al cine.
Layard cree que el malestar se agudizará mientras los Gobiernos continúen obsesionados con la generación de riqueza. Hace falta “una nueva economía que colabore con la nueva psicología” para diseñar las políticas de bienestar. De entrada, habría que desterrar la carrera del ratón. Trabajar tanto como se trabaja en el mundo anglosajón es muy ineficiente. El gozo del ganador se ve neutralizado por el disgusto del perdedor. Es una “externalidad negativa” que degrada la calidad de vida general y debería tratarse como una emisión nociva: gravando al que contamina. Es lo que hacen con sus fiscalidades progresivas los países escandinavos. “Todos tienen en común una gran igualdad”, observa Layard, y muchos estudios corroboran que sus ciudadanos son los más dichosos. El último Informe Mundial de la Felicidad (IMF) lo lideran Finlandia, Dinamarca, Noruega e Islandia, y tiene sentido. La concentración de recursos en muy pocas manos resulta sospechosa la mayoría de las veces y desalentadora siempre.
Ahora bien, los islandeses son los socios de la OCDE que más antidepresivos consumen, y los daneses no les van a la zaga (séptimos). Mi hijo Miguel también ha realizado unas regresiones. Ha cogido las puntuaciones del IMF, las ha cruzado con dos coeficientes de Gini: el del Banco Mundial y el de Gallup, y se ha encontrado con que, en el primer caso, la relación es positiva (a mayor igualdad, mayor felicidad), pero en el segundo es negativa (a mayor igualdad, menor felicidad). En función del Gini que se elija, sale un resultado o su contrario. ¿A qué se debe esta variación de signo? ¿Y por qué consumen tantos antidepresivos los islandeses y los daneses? ¿No están encantados con sus fuentes termales y sus fiscalidades progresivas?
La explicación de estas contradicciones es que la felicidad es una magnitud difícil de aprehender. Se determina mediante cuestionario y no siempre somos sinceros. Alejandro Cencerrado, un investigador del Instituto de Investigación de la Felicidad de Dinamarca, cuenta que cuando en alguna conferencia pregunta si alguien se considera desgraciado, nadie alza la mano. ¿Por qué? En una dictadura, las decisiones las toman otros y no nos importa reconocer que nuestra vida es un asco. Pero en una democracia somos dueños de nuestro destino y a veces necesitamos justificarnos ante nosotros mismos. “Yo podría ser ese”, pensamos cuando nos cruzarnos en el lobby del hotel con el triunfador de traje impecable, “pero no quiero. Prefiero ser feliz”.
La felicidad es el último refugio. Por eso nadie alza la mano en las conferencias de Cencerrado y por eso es improbable que nadie puntúe su satisfacción con un dos en una escala de cero a 10. Estaría reconociendo su fracaso. “Ponga un siete”, le dice al encuestador.
Por mucho que Layard insista en que los métodos para evaluar la felicidad han progresado enormemente, su estimación sigue siendo problemática y sería un disparate diseñar a partir de ella políticas de ningún tipo. Con todas sus limitaciones y diga lo que diga el rey de Bután, el producto nacional bruto parece un terreno más firme para construir una sociedad. (Foto: Héctor García)