Tras dos días de negociaciones en Londres el 8 y 9 de junio, Estados Unidos y China cerraron, según el presidente Trump, un acuerdo. Para Pekín, sin embargo, ambas partes se limitaron a acordar, “en principio”, el “marco de actuación” dirigido a implementar lo pactado. El optimismo del presidente norteamericano contrasta con el escepticismo chino, una cautela que no es sino consecuencia de la experiencia derivada de las negociaciones mantenidas con Washington durante los últimos meses.
En Londres se volvió en realidad al punto de partida en el que habían quedado las partes en Ginebra, el pasado 12 de mayo, al extender la pausa sobre la imposición de sus respectivos aranceles anunciados el mes anterior, y establecer una estructura de negociación. Aquel pacto quedó roto sólo un día más tarde cuando el departamento de Comercio de Estados Unidos dictó nuevas medidas contra Huawei, seguidas poco después por otras represalias, incluyendo la revocación de visados de estudiantes chinos. Como respuesta, Pekín decidió no levantar las restricciones a la exportación de tierras raras, lo que tuvo un efecto inmediato sobre la industria norteamericana (sobre el sector del automóvil en particular).
Aunque los dos gobiernos dieron marcha atrás en Londres, la lección ha sido evidente: Trump tuvo que ceder al percatarse del impacto de la amenaza china. Pekín ha demostrado contar con un poderoso instrumento de presión, que continúa además en pie, pues las licencias de venta de tierras raras las ha limitado a un período de seis meses. Así pues, aunque los riesgos de una confrontación mayor han propiciado la búsqueda de un cierto grado de estabilidad en las relaciones bilaterales, los obstáculos permanecen. La rivalidad estratégica entre las dos potencias ha exacerbado los factores estructurales que condicionan su margen de maniobra, como se hace evidente en cada encuentro que celebran sus respectivos negociadores.
De dichas variables se ocupa un libro colectivo de reciente publicación, en el que una veintena de sinólogos norteamericanos examinan en detalle la naturaleza irreconciliable de los objetivos de ambos gigantes. Coordinado por el prolífico profesor de Relaciones Internacionales Hal Brands, Lessons from the New Cold War: America Confronts the China Challenge (Johns Hopkins University Press, 2025) es un exhaustivo trabajo de investigación que analiza las diversas dimensiones del desafío que representa China. Una de sus principales conclusiones es que la competición entre ambos países se desarrolla fundamentalmente en el terreno económico y tecnológico.
China, en efecto, trata de aislar su economía de la presión externa mientras se hace con el control de las cadenas globales de valor y recurre al tamaño de su mercado, su base industrial y sus prácticas comerciales asimétricas para reorientar a su favor la dinámica de la globalización. Estados Unidos ha respondido mediante el establecimiento de aranceles, restricciones tecnológicas y financieras, y una nueva estrategia industrial. Para contrarrestar los movimientos chinos, Washington necesita, no obstante, una aproximación más sofisticada y, sobre todo, profundizar en su integración con países afines. Una política proteccionista, como la que pretende instaurar Trump, provocará el efecto contrario.
Contar con socios y aliados es igualmente vital en el frente de seguridad, aunque éste ocupe un segundo lugar tras la lucha por el dominio de las nuevas fronteras tecnológicas. Si Estados Unidos abandona Europa y Oriente Próximo perderá la influencia que necesita para contener a una China que—a través del rápido desarrollo de sus capacidades militares—ha transformado el equilibrio de poder en el Indo-Pacífico y que—mediante sus vínculos con otras potencias revisionistas—ha alterado igualmente el escenario euroasiático. Si Estados Unidos no puede defender el Pacífico occidental, Taiwán puede verse obligado a capitular ante la República Popular, y Pekín tentado a recurrir a la fuerza para reconfigurar el orden regional.
Dado lo que está en juego para cada uno, los autores del libro dudan por lo demás de la posibilidad de un “gran pacto” entre Estados Unidos y China (que incluyera, por ejemplo, la renuncia norteamericana a intervenir con respecto a Taiwán o al mar de China Meridional). Pekín no puede tener lo que quiere—una esfera de influencia en Asia y, quizá más tarde, una primacía global—sin eclipsar el poder de Estados Unidos. Este último tampoco puede mantener la posición que ha obtenido sin negarle a China lo que busca. Ante una relación de suma cero, el proceso sólo termina cuando uno gana y el otro acepta que ha perdido. Así ha sido históricamente en episodios similares, y así es el trasfondo que explica las dificultades para llegar a acuerdos definitivos sobre las divergencias comerciales.