La esperada Estrategia de Seguridad Nacional de la segunda administración Trump, publicada el 5 de diciembre, anuncia un giro estratégico radical, “una ruptura fundamental con 35 años de una manera de ver el mundo por parte de Estados Unidos”. Entre sus llamativas novedades, se actualiza la doctrina Monroe mediante un “corolario Trump” y se sitúa al hemisferio occidental como el primero de sus intereses esenciales, a la vez que se describe a Europa en riesgo de resultar “irreconocible en veinte años o menos” por “el borrado de su civilización” como consecuencia de compartir soberanía sus Estados en la UE, de la inmigración masiva y del wokismo. Esta doble provocación ha hecho que se preste menor atención al continente asiático, objeto también, sin embargo, de notables contradicciones.
En 2017, la primera estrategia de Trump situó al “Indo-Pacífico” en primer lugar entre las prioridades regionales, no en el segundo como en el nuevo texto— aparece entre el hemisferio occidental y Europa—, y formalizó el uso de esa denominación por parte de Estados Unidos. Sorprende que esta vez la sección correspondiente se titule “Asia”, aunque con extraña incoherencia luego sólo se emplee el término “Indo-Pacífico”. No menos llamativo resulta que si la primera administración Trump asumió el concepto de un “Indo-Pacífico Libre y Abierto” como eje de su política hacia la región (y lo desarrolló en 2019 sobre la base de un orden basado en reglas conforme a la formulación establecida por Japón tres años antes), el nuevo texto recoge un vago compromiso con un “Indo-Pacífico libre y abierto” (así, en minúsculas). Pueden ser descuidos formales —no son los únicos—, pero también reveladores de una aproximación personal (es decir, centrada en la figura del presidente), en la que priman los intereses económicos y comerciales sobre los diplomáticos, y con nula afinidad hacia normas e instituciones.
Según la estrategia, “el Indo-Pacífico ya es y seguirá siendo uno de los principales campos de batalla económicos y geopolíticos del próximo siglo”; una declaración discordante con la afirmación de que es en el hemisferio occidental donde se concentran los primeros objetivos de seguridad norteamericanos. Las prioridades en la zona son las siguientes: “preservar la libertad de navegación en todas las rutas marítimas cruciales, y mantener cadenas de suministro seguras y fiables y el acceso a materiales críticos”, lo que “debe ir acompañado por un enfoque sólido y continuo en disuasión para prevenir una guerra en el Indo-Pacífico”.
El documento subraya, no obstante, que esta última tarea corresponde fundamentalmente a Japón y Corea del Sur, aliados que “deben incrementar su gasto en defensa” o, al igual que los socios europeos, “enfrentarse a las consecuencias”. Por otra parte, no se incluye ninguna referencia al sureste asiático ni al arsenal nuclear norcoreano, como tampoco aparecen en el texto Asia meridional ni las islas del Pacífico sur. Sobre India sólo se declara la voluntad de “continuar mejorando las relaciones comerciales (y otras)”, si bien los hechos demuestran lo contrario.
Como cabía esperar, es China quien ocupa un mayor espacio, además de ser el país más veces citado en el documento (hasta en 21 ocasiones). Aunque se afirma que “el presidente Trump corrigió él solo más de tres décadas de premisas erróneas sobre China”, el contraste con su primer mandato no puede ser mayor. La estrategia de 2017 describió a la República Popular en términos muy hostiles, nunca antes empleados por Washington: un Estado “revisionista”, se decía, que quiere “configurar un mundo antitético con los valores e intereses de Estados Unidos”. La nueva versión no sólo ha abandonado esa caracterización, sino que sólo menciona a China de manera explícita en relación con la competición económica, para recurrir a un lenguaje indirecto al discutir las amenazas a la seguridad.
El objetivo predominante que se declara es el de asegurar “una relación económica mutuamente ventajosa” con China, “priorizando la reciprocidad y justicia para restaurar la independencia económica de Estados Unidos”. Pero la estrategia no menciona el apoyo de Pekín a la agresión rusa contra Ucrania, ni su acelerado proceso de modernización militar, ni el aumento de su arsenal nuclear. Con respecto a Taiwán se señala que “prevenir un conflicto, idealmente preservando la superioridad militar, es una prioridad”, si bien lo que se subraya es la relevancia de la isla en las cadenas de suministro globales de semiconductores. En ningún momento se nombra a la República Popular, como se indicó, sino a “un actor potencialmente hostil”.
Por resumir, las perspectivas de la Casa Blanca sobre Asia se centran en China, a la que ya no califica como rival sistémico. Según ha trascendido, el retraso en la publicación del documento se debió en buena medida a las presiones del secretario del Tesoro, Scott Bessent, para matizar el lenguaje del borrador original ante las expectativas de lograr concesiones económicas en los encuentros que mantendrán Trump y su homólogo chino, Xi Jinping, en 2026. El cambio de tono —como ocurre igualmente en la relación con Rusia— inquieta lógicamente a los aliados en la región. Como respuesta a la percepción de una política favorable a un mundo estructurado en esferas de influencia, buscarán protegerse de la irresponsabilidad norteamericana. Nada asegura que Trump vaya a respetar su propio documento, pero el rechazo por parte de su administración de los principios que guiaron las relaciones de Estados Unidos con el resto del mundo durante los últimos ochenta años supone, además de una profunda ignorancia sobre las lecciones de esa historia, el abandono de su papel como defensor de la democracia y de la estabilidad internacional. Xi (y Putin) nunca lo han tenido más fácil.




