No hay región del mundo ajena a la competición entre Estados Unidos y China, aunque no todas han atraído la misma atención. Uno de los espacios menos conocidos a estos efectos es el Pacífico Sur. Su lejanía, enorme extensión y la diversidad de sus micro-Estados lo hacían un escenario secundario para los intereses de las grandes potencias. Sin embargo, su proximidad a rutas marítimas clave, los minerales de sus fondos marinos y sus recursos de pesca, y la relevancia estratégica global de los cables submarinos de comunicación han propiciado una nueva mirada hacia la zona. Su localización entre Asia, América del Norte y Australia la han integrado en las estrategias de los principales actores.
En este contexto, del 26 al 30 de agosto se celebró en Tonga la cumbre anual del Foro de las Islas del Pacífico (PIF en sus siglas en inglés), la plataforma multilateral de la que forman parte los Estados miembros de la región (Australia y Nueva Zelanda incluidos). Salvo estos dos últimos países, son gobiernos que afrontan graves problemas, como el impacto del cambio climático o los obstáculos estructurales a su desarrollo económico, agravados por la pandemia y por el crecimiento demográfico. Haberse convertido en variable geopolítica les ofrece nuevas ventajas, pero también el desafío de cómo maniobrar entre los grandes.
En vísperas de la cumbre—a la que también asistieron Estados Unidos, China y Japón como “dialogue partners” del foro—, el Lowy Institute, think tank australiano con sede en Sidney, ha publicado un detallado informe sobre el estado de la cuestión (“The Great Game in the Pacific Islands”).Tres son las conclusiones principales. La primera, sobre la evolución de la dinámica geopolítica regional, indica que el papel de Australia, Estados Unidos y Nueva Zelanda como tradicionales socios políticos y principales donantes al desarrollo está hoy en discusión como consecuencia del creciente activismo chino. En segundo lugar, existen riesgos de distinta naturaleza—políticos, económicos, climáticos—que afectarán a la cohesión y estabilidad de la región. Por último, el interés exterior que atraen en la actualidad permite a los Estados de la zona ser más exigentes en sus demandas, con el fin de sustituir el patrón habitual de dependencia por una relación más equilibrada que les facilite la lucha contra la pobreza.
Pero como también se subraya, el hecho de que todos los actores intenten maximizar su posición y fustrar las ambiciones de sus competidores también puede afectar a la gobernabilidad al ofrecer a las elites políticas locales oportunidades a favor de sus intereses más que del conjunto de sus sociedades. Es bien sabido cómo actúa China, país que ha ampliado su presencia diplomática y financiera, implicándose en el desarrollo de infraestructuras (puertos, aeropuertos y telecomunicaciones) y adquiriendo una posición en sectores diversos (fuerzas armadas, policía, redes digitales, medios de comunicación, etc.).
Las motivaciones de Pekín no son naturalmente altruistas, sino que responden a cálculos geopolíticos. Sus inversiones han hecho que, desde 2019, tres Estados más hayan abandonado el reconocimiento de Taiwán (ya sólo lo mantienen Palau, las islas Marshall y Tuvalu), a la vez que han conducido a pactos de seguridad, como el firmado con las islas Solomon en 2022, que han provocado la preocupación occidental por sus posibles efectos sobre el equilibrio de poder regional. La respuesta de Estados Unidos y de Australia ha consistido en la apertura de nuevas embajadas, la negociación de una serie de acuerdos bilaterales de defensa, y el aumento de la ayuda financiera. En definitiva, un “Gran Juego” que revela la intensidad de la competición entre potencias sin que se traduzca necesariamente en beneficios tangibles para la población local.