El ataque a la ciudad de Marawai, en la provincia filipina de Mindanao, por parte de un grupo vinculado a Daesh desde el pasado 23 de mayo, —hecho que ha causado más de 200 víctimas y provocó la declaración de ley marcial por parte del presidente Rodrigo Duterte—, podría marcar el comienzo de un nuevo frente del terrorismo islamista en el sureste asiático. Se trata de la primera vez que se persigue la doctrina de lucha armada del Estado Islámico—ocupar territorios para imponer la sharia—en un entorno urbano en esta parte del mundo.
Diversas fuentes han confirmado la presencia de indonesios y malasios, además de filipinos y radicales de otros países—como uigures, saudíes y chechenos—en las filas de Maute, un grupo apenas conocido hasta la fecha. Según el gobierno de Indonesia, al menos 1.200 terroristas desplazados desde los campos de batalla en Irak y Siria se encontrarían en el sur de Filipinas, convertido, por unas características geográficas que limitan la capacidad de control del gobierno, en el epicentro de la infiltracion del Estado Islámico en la región. Algunos especialistas temen que la red de Daesh en la zona puede estar más extendida de lo que se pensaba con anterioridad.
Maute, el grupo que ha irrumpido como núcleo de la red islamista local, fue fundada por Omar y Abdulá Maute, dos hermanos que, tras trabajar durante unos años en Oriente Próximo, regresaron a Filipinas imbuidos de ideas radicales. Sus militantes se suman así a otras tres organizaciones relacionadas con Daesh en el país: Abú Sayyaf, Ansarul Khilafah, y los Luchadores Islámicos por la Libertad de Bangsamoro (este último es una escisión del Frente Moro de Liberación Islámico). Por el contrario, la Jemaah Islamiyah, basada en Indonesia, en su tiempo vinculada a Al Qaeda y considerada como la principal amenaza terrorista en el sureste asiático—fue la responsable del atentado de Bali de 2002, que causó 202 muertos—, ha declarado su oposición ideológica al Estado Islámico.
La cuestión para los gobiernos de la región es qué hacer con respecto a estos militantes que regresan a sus países con la voluntad de recurrir a la violencia para imponer su visión islamista. Su retorno se produce en un contexto en el que la tradicional moderación religiosa en países constitucionalmente laicos como Malasia e Indonesia, está siendo sustituida por una gradual islamización que, por complicidad o mera inacción, impulsan las propias autoridades. Estas circunstancias no ayudan a afrontar un fenómeno—el extremismo islamista—que podría convertirse en un creciente desafío a medida que Daesh se retire de los desiertos del mundo árabe.
En unos días o semanas, Manila declarará su victoria sobre Maute. Pero la alianza entre las distintas organizaciones radicales supondrá una grave amenaza si estos “soldados del Califato” deciden replicar las tácticas insurgentes ya empleadas en Siria o Irak. Si sus ideas y acciones violentas continúan extendiéndose, los gobiernos locales tendrán que actuar de manera conjunta, y recurrir a la ayuda de terceros. No es casual que Duterte haya reducido su tono de denuncia de Estados Unidos y solicitado su “asistencia técnica” a las fuerzas armadas filipinas.