Ginebra y Pekín fueron la semana pasada nuevos escenarios de la competición entre Estados Unidos y China, y reveladores—una vez más—del éxito de la consistencia estratégica frente al caos y la improvisación.
En las conversaciones mantenidas en la ciudad suiza el 11 y 12 de mayo, los negociadores norteamericanos acordaron reducir los aranceles impuestos a los productos de la República Popular del 145 por cien al 30 por cien. El gobierno chino hará lo propio del 125 por cien al diez por cien. El pacto, en principio en vigor durante 90 días, no deja de ser un buen resultado para ambas partes, aunque más que un “acuerdo” cabe interpretarlo como una cesión de Washington. Presionado por varios de sus asesores y por la industria de su país, el presidente Trump no ha podido ignorar por más tiempo la realidad del impacto económico que supondría el desacoplamiento total con China. Siempre pragmáticas y pacientes, las autoridades de la República Popular no han querido sacar partido, sin embargo, a su victoria, y han preferido hablar de un “ajuste recíproco”.
Quizá sea la actitud más adecuada frente a una administración imprevisible, y a unas diferencias de naturaleza estructural que no van a resolverse en pocas semanas. La pausa de tres meses no acaba con la incertidumbre en los mercados, pero sí ha transmitido la debilidad negociadora de Estados Unidos, que optó por una escalada que—como resultaba previsible—no ha podido mantener. China tenía las mejores cartas: la experiencia de la primera administración Trump le había enseñado la necesidad de mantener una posición de firmeza desde el primer momento, así como la lección de que en ningún caso se llegaría a una solución clara y definitiva.
La guerra comercial de Trump también ha conducido a la República Popular a reforzar sus alianzas con otras regiones. Si en abril el presidente Xi Jinping realizó una gira por el sureste asiático—su primer viaje al extranjero del año—, en esta ocasión han sido los líderes latinoamericanos quienes han viajado a China. En Pekín, en una nueva cumbre del foro China-CELAC (Comunidad de Estados de América Latina y el Caribe), y sólo un día después del encuentro de Ginebra, Xi mostró su disposición a unir sus manos con las naciones latinoamericanas frente a “la confrontación de bloques y la creciente tendencia hacia el unilateralismo y el proteccionismo”.
En contraste con las políticas de la Casa Blanca, China se promueve como actor de confianza, ampliando sus compromisos. En su discurso ante la cumbre, Xi prometió aumentar las importaciones de la región (el comercio bilateral superó el año pasado el medio billón de dólares); animó a las empresas chinas a incrementar sus inversiones (ya notables en sectores como telecomunicaciones, plantas hidroeléctricas y terminales portuarias); y anunció una nueva línea de créditos por valor de 9.200 millones de dólares (eso sí, en yuanes). China contribuirá por otra parte a la financiación de una línea ferroviaria entre Brasil y el puerto de Chancay en Perú, lo que permitirá reducir su dependencia de las líneas de navegación del Atlántico; y sumará a Colombia como socio de la Nueva Ruta de la Seda (a la que ya pertenecen dos tercios de los países latinoamericanos), según anunció su presidente, Gustavo Petro.
Con 30 gobiernos representados en la cumbre, ésta sirvió para reafirmar el importante papel que desempeña América Latina en la estrategia global china. La influencia de Pekín se extiende al ofrecer mayor seguridad (y ventajas materiales) que Estados Unidos. Mientras este último se aleja de normas e instituciones y sólo ve el subcontinente como una fuente de problemas, para la República Popular (defensora de un orden multilateral) es, por el contrario, una región de oportunidades económicas y una opción de diversificación geopolítica.