El mundo no volverá a ser el mismo después del coronavirus. Tras los atentados del 11-S y la crisis financiera global de 2008, la actual pandemia es una tercera variable que viene a certificar el fin de una era. De una era política, en primer lugar, que estuvo definida por el liderazgo de Estados Unidos. Y de una era económica, en segundo lugar, marcada por un proceso de globalización dominado por Occidente. Sin poder anticipar la mayor parte de sus consecuencias, el Covid-19 revela cuando menos la consolidación de este giro estructural.
La ausencia de liderazgo norteamericano es uno de los hechos más llamativos de la crisis, aunque es coherente con la actitud unilateralista de su presidente. La emergencia sanitaria ha agravado al mismo tiempo la ya tensa relación entre Washington y Pekín, y plantea nuevas preguntas sobre el papel de este último en un mundo cada vez más interconectado. La confrontación entre ambas potencias ha obstaculizado, por un lado, la posibilidad de la respuesta global exigida por la pandemia. Por otro, el coronavirus no ha hecho sino fortalecer la inclinación de la Casa Blanca a romper la interdependencia con China. Empresas que ya pensaban diversificar sus cadenas de suministro como consecuencia de la guerra comercial, acelerarán probablemente sus planes. Miembros del Congreso advierten por su parte que Estados Unidos debe reducir su dependencia de medicinas y suministros médicos procedentes de la República Popular.
También en Europa distintos gobiernos plantean que ha llegado la hora de corregir la dependencia de la industria china. Dado el papel central de la República Popular en las cadenas globales de valor, el cierre de las fábricas del país para contener el contagio ha afectado de manera directa a numerosos sectores europeos, en particular el tecnológico y el farmacéutico. Aun cuando las cifras de infecciones se han reducido y se ha retomado la actividad manufacturera, líderes políticos europeos consideran inaplazable el reforzamiento de la soberanía económica del Viejo Continente en áreas estratégicas.
La pandemia está amplificando de este modo las dificultades en las relaciones entre Pekín y Bruselas, y no sólo entre China y Estados Unidos. Pero también la República Popular está adaptando sus movimientos a las nuevas circunstancias. Además de un ejercicio de diplomacia pública sin precedente, de la que es muestra el envío masivo de ayuda a distintos países asiáticos y europeos, España incluida, la crisis puede empujarla a continuar con la construcción de instituciones internacionales paralelas, con el fin de reorientar a su favor el sistema multilateral. Expertos chinos ya han hecho circular, por ejemplo, la propuesta de una nueva organización de salud que compita con la OMS. Sería un esfuerzo simultáneo a la promoción del discurso que contrasta su victoria contra el coronavirus con la tardía reacción de los países occidentales. La comparación entre la aparente eficiencia de las medidas adoptadas por China—pero también por Japón, Corea del Sur, Singapur o Taiwán—, y una Europa convertida en epicentro de la pandemia durante la última semana, puede interpretarse como otra ilustración del desplazamiento del poder global desde el espacio euroatlántico hacia el Indo-Pacífico. Las presiones a favor de la desglobalización y el resurgir nacionalista que cabe esperar como reacción a las vulnerabilidades derivadas de un mundo interconectado, pueden acelerar la división del sistema internacional en bloques regionales. Pero si la crisis prueba algo es tanto la necesidad de la cooperación global como la insuficiencia de las instituciones internacionales para responder a los desafíos del siglo XXI. Esta vez no es el terrorismo ni las finanzas, sino la salud pública la que pone en evidencia el comienzo de un nuevo ciclo histórico. En qué dirección aún no lo sabemos.