El 7 de septiembre, Shigeru Ishiba presentó su dimisión como presidente del Partido Liberal Democrático (PLD) y, en consecuencia, como primer ministro de Japón. No cabía esperar otro resultado después de que su partido cosechara dos sucesivas derrotas electorales. La pérdida de la mayoría en la Cámara de Consejeros tras las elecciones del 20 de julio se sumó a la registrada en las legislativas de octubre del pasado año, convocadas por Ishiba nada más sustituir a su antecesor, Fumio Kishida. Por primera vez desde su fundación en 1955, el PLD perdió el control de ambas cámaras de la Dieta.
Los escándalos políticos y el descontento popular con la situación económica minaron la confianza de los votantes en el partido, como confirmó el ascenso en los comicios de julio de dos organizaciones de perfil populista y de reciente creación: Sanseito, que pasó de un único escaño a 15; y el Partido Democrático Popular que casi duplicó sus representantes al lograr 22 consejeros. Con una oposición sin posibilidades de formar gobierno por su propia fragmentación, se abre un escenario de bloqueo parlamentario y de vacío de liderazgo frente a unas difíciles circunstancias internas y exteriores.
Corresponde al PLD elegir un nuevo líder, lo que hará el 4 de octubre. Como ocurrió con el nombramiento de Ishiba hace un año, la opción final será entre el candidato que apoyen los conservadores del partido (vinculados en buena parte a la antigua facción del exprimer ministro Shinzo Abe), o el que cuente con los votos de los reformistas (entre quienes se encuentran los dos jefes de gobierno anteriores a Ishida, Yoshihide Suga y Fumio Kishida). El elegido como presidente será posteriormente seleccionado como primer ministro por la Dieta, al bastarle un mero puñado de votos de alguna fuerza de la oposición. Pese a su debilidad, el PLD continúa siendo, en efecto, el actor central del sistema político.
El sucesor de Ishiba afronta, no obstante, una complicada agenda. Más allá de las inmediatas negociaciones con otras fuerzas políticas para asegurar la gobernabilidad, su principal desafío será cómo restaurar la unidad del partido y recuperar la confianza popular, lo que requiere soluciones creíbles y otra manera de actuar. Si algo han demostrado las últimas elecciones ha sido la frustración con el statu quo. El ascenso de Sanseito en particular constituye una amenaza directa a sus tradicionales bases de apoyo. El dilema consiste en si asumir parte de su retórica populista —centrada en las quejas sobre el aumento del coste de la vida y de la inmigración—, y arriesgarse a ver dañada su credibilidad frente a los votantes moderados y los socios internacionales. El aumento de la participación en las elecciones de julio al 59 por cien (la más alta desde 2012) y el papel que han desempeñado las redes sociales, son indicadores, por otra parte, del creciente impacto de los grupos no tradicionales. Las fuerzas que están reconfigurando la dinámica política en tantas democracias del planeta también han llegado a Japón.
Impulsar el crecimiento de la economía y gestionar las relaciones con Estados Unidos serán otras dos prioridades del próximo gobierno. La Casa Blanca redujo la amenaza de aranceles a Japón del 25 por cien al 15 por cien, a cambio de la apertura del mercado de este último a los automóviles y productos agrícolas norteamericanos, y a una inversión en Estados Unidos por valor de 550.000 millones de dólares (cuyo destino decidiría en persona el presidente Trump). La alianza bilateral atraviesa su momento más crítico en 25 años, y puede agravarse en función de las presiones para que Tokio incremente el gasto en defensa, y de cómo evolucione la política de Washington hacia China.
La incertidumbre política no ha podido llegar en definitiva en peor momento, cuando el liderazgo de Japón es fundamental para asegurar la estabilidad regional y para —de manera conjunta con otras democracias liberales— ocupar el vacío con respecto a la defensa de reglas e instituciones que ha dejado Estados Unidos.