Para Henry Kissinger, nacido en un pequeño pueblo de Baviera en 1923 y formado como académico en el estudio de la diplomacia europea del siglo XIX, Asia era un mundo ignoto. Un mundo al que dedicaría, sin embargo, buena parte de su atención en su vida profesional; un continente en el que lograría algunos de sus mayores éxitos, pero donde también demostraría su despreocupación por el coste humano de sus decisiones. Si brillantez estratégica y cinismo político han sido las dos caras del más influyente diplomático norteamericano de la segunda mitad del siglo XX, de ambas dio sobradas pruebas en su aproximación a Asia desde que abandonó la docencia.
Vietnam fue uno de los primeros asuntos que le llevó a trabajar como asesor de la Casa Blanca. Como consultor externo de las administraciones de John F. Kennedy y Lyndon B. Johnson, Kissinger realizó tres viajes a Indochina que le convencieron de que era una guerra perdida. Su opinión se la guardó no obstante para sí mismo, mientras en público apoyaba a la administración demócrata y estrechaba al mismo tiempo la relación con quien sería su mentor, el republicano Nelson Rockefeller. Aunque este último no obtuvo la candidatura de su partido a la presidencia, Vietnam fue la razón de su nombramiento como asesor de seguridad nacional por parte de Richard Nixon tras las elecciones de 1968.
Esta improbable pareja buscaba una “paz con honor” (Nixon), y en unos términos que “no erosionaran la capacidad de Estados Unidos para defender a sus aliados y la causa de la libertad” (Kissinger). El imperativo de la retirada de Vietnam no debía afectar a la credibilidad de Estados Unidos como gran potencia, en efecto, y cualquier método orientado a ese fin resultaba asumible para la administración. Nixon estuvo de acuerdo con Kissinger en recurrir a la violencia para forzar a Hanoi a negociar, y decidió bombardear en secreto sus bases en Camboya a partir de 1969. La intervención norteamericana desestabilizó el país, creando las condiciones que permitirían la irrupción del régimen genocida de los Jemeres Rojos. Los conocidos como “bombardeos de Navidad” sobre Vietnam del Norte en 1972, en los que murieron unos 1.000 civiles, y que Kissinger propuso para ganarse la confianza de Saigón en las negociaciones, fueron otro desgraciado ejemplo de esa misma política.
Un elemento adicional de presión sobre Hanoi consistió en actuar sobre sus dos principales fuentes externas de ayuda militar (la Unión Soviética y China), en una dirección que debía servir igualmente para contrarrestar los efectos de una retirada norteamericana del sureste asiático. El resultado fue la “diplomacia triangular” que vendría a definir la carrera de Kissinger: distensión con Moscú (incluyendo el primer acuerdo de limitación de armamento nuclear de la historia), y acercamiento a Pekín. La apertura a China fue en realidad una idea de Nixon, que contó con el mayor de los escepticismos por parte de Kissinger tras conocerla. Pronto iba a hacer de las negociaciones secretas con las autoridades chinas, sin embargo, la historia más conocida de su trayectoria. Años más tarde, su relación con los líderes chinos—a los que visitó por último vez en julio, dos meses después de cumplir 100 años—iba a convertirse también en una de las principales razones de su influencia como analista político, como mediador informal, y como consejero de multinacionales.
Los elogios a Kissinger por parte de Pekín tras su fallecimiento no son compartidos en otras partes de Asia. No hace falta explicar por qué en los casos de Vietnam, Camboya y Laos. En el sureste asiático, fue en Singapur donde Kissinger estableció una larga relación de amistad con Lee Kuan Yew (único dirigente asiático incluido, por cierto, en su último libro, Leadership). En Asia meridional compartió la hostilidad de Nixon hacia la primera ministra de India, Indira Gandhi, y toleró la brutalidad de Pakistán (que hizo de puente en el diálogo secreto con China) contra los bengalíes en la guerra de 1971 que condujo a la independencia de Bangladesh.
Si el legado de Kissinger es más negativo que positivo queda en manos de los historiadores del futuro. Entre la avalancha de comentarios de estos días predominan las críticas a su amoralidad sobre sus innegables triunfos diplomáticos: la política de distensión sentó las bases para el fin de la guerra fría década y media después, y el acercamiento a China permitió romper el bloque comunista a la vez que hizo posible las reformas de Deng Xiaoping. Como sus admirados Bismarck y Metternich, Kissinger intentó partir del contexto histórico de cada momento y guiarse por un marco conceptual dirigido ante todo a crear un orden estable (así queda reflejado en sus libros, algunos de ellos magistrales como A World Restored, Diplomacy, o World Order). Pero al contrario que sus contemporáneos George Kennan o Zbigniew Brzezinski, Kissinger nunca rompió puentes con el poder. La Europa del Congreso de Viena que estudió, y la guerra fría cuya dinámica cambió, son referencias limitadas en un mundo tan diferente como el de hoy, en el que el Viejo Continente ya no está en el centro del escenario económico y geopolítico global. Ha seguido escribiendo sobre el sistema internacional—tratando, incluso, las implicaciones de la inteligencia artificial—, y advertido en particular sobre el riesgo de un enfrentamiento entre China y Estados Unidos. Pero no ha querido proponer soluciones que hubieran impedido su acceso a líderes como Putin o Xi.