Sólo una semana antes de emprender un viaje a Corea del Sur y Japón, donde asistirá a la segunda cumbre presencial del QUAD a nivel de jefes de Estado y de gobierno, el presidente Biden recibió en Washington a ocho de los líderes de la ASEAN (sólo faltaron los presidentes de Myanmar y Filipinas). Esta cumbre especial, que ha servido para conmemorar 45 años del establecimiento de relaciones formales entre Estados Unidos y la organización, ha tenido una considerable relevancia al haberse situado el sureste asiático en espacio clave de la rivalidad estratégica entre Washington y Pekín. Los gobiernos de la región han podido recuperar el acercamiento a Estados Unidos que se perdió durante la administración Trump, un paréntesis durante el cual Pekín continuó avanzando en la integración económica con sus vecinos a través de iniciativas como la Nueva Ruta de la Seda y la Asociación Económica Regional Integral.
La cumbre lanzó dos importantes mensajes. El primero es que, pese a la guerra de Ucrania, la administración Biden mantiene el impulso de su estrategia hacia el Indo-Pacífico como orientación central de su política exterior. En segundo lugar, en el marco de esa estrategia, se quiere superar la percepción de que Washington no termina de reconocer la importancia del sureste asiático en la dinámica económica y geopolítica del continente.
Ese reconocimiento se formalizó al elevarse la relación al nivel de “asociación estratégica integral” y nombrarse un nuevo embajador norteamericano ante la organización, un puesto que había estado vacante desde 2017. Washington se esforzó asimismo por mostrar una especial sensibilidad hacia las prioridades de sus invitados, y anunció una serie de iniciativas hacia la región—en áreas como energías renovables, seguridad marítima y digitalización—aunque su montante se limita a unos modestos 150 millones de dólares.
La Casa Blanca ha insistido en que valora el papel de la ASEAN en sus propios términos y no sólo en función de la competición con China. Pero es innegable que uno de los principales objetivos de la cumbre era el de sumar los gobiernos de la región a su perspectiva estratégica. Es sabido, no obstante, que éstos nunca se adherirán a una abierta política de contención de la República Popular, ni a un esquema de cosas que ponga en duda la centralidad de la ASEAN en la arquitectura de seguridad regional. Problemas similares presenta otra de las cuestiones fundamentales para Estados Unidos: su plan económico (el denominado Indo-Pacific Economic Framework, IPEF), que Biden presentará formalmente en Tokio a final de mes. Es significativo que el comunicado final no hiciera mención alguna al mismo, quizá como respuesta a las dudas de los asistentes. En opinión de los líderes del sureste asiático presentes en la cumbre, el plan carece de claridad con respecto a sus elementos concretos.
Quizá había un problema de expectativas insuficientemente realistas, pero cada parte quiere algo que el otro difícilmente puede darle. La ASEAN desea que Estados Unidos se incorpore al CPTTP—el acuerdo de libre comercio que sucedió al TPP tras su abandono por Trump—y que abra su mercado a las exportaciones del sureste asiático; una posibilidad que hoy por hoy no aprobaría el Congreso norteamericano. Los Estados miembros de la organización evitarán igualmente toda presión dirigida a obligarles a elegir entre Washington y Pekín, como querría la Casa Blanca. En último término, por tanto, la cumbre restableció buena parte de la confianza perdida, pero Estados Unidos aún tendrá que hacer un esfuerzo mayor si aspira a corregir la percepción—y la realidad—de que está perdiendo influencia frente a China en la subregión.