Menos de un mes después del encuentro mantenido entre los presidentes de Estados Unidos y de China en San Francisco con ocasión de la cumbre anual de APEC, la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, y el presidente del Consejo, Charles Michel, viajaron a Pekín la semana pasada para la XXIV cumbre China-Unión Europea, la primera presencial desde 2019. Para Bruselas, los objetivos prioritarios consistían en asegurar el acceso de las empresas del Viejo Continente al mercado chino (el déficit bilateral europeo se acercó en 2022 a los 400.000 millones de euros, el mayor de la historia y el doble que hace sólo dos años), e intentar limitar el apoyo de Pekín a Moscú con respecto a la guerra de Ucrania. De poco sirvieron las cinco visitas realizadas a China por líderes de otros tantos Estados miembros durante el último año ni las de ocho comisarios en los últimos seis meses, de ahí las limitadas expectativas con las que se acudió a la cita.
En el terreno económico, aunque Pekín aseguró que su superávit comercial se reducirá en los próximos meses, la preocupación europea es justamente la contraria. El exceso de capacidad industrial china en un contexto de menor crecimiento interno y de dificultad de acceso a distintos mercados (Estados Unidos, Japón e India, entre otros), convierte a Europa en destino prioritario para las exportaciones de la República Popular, especialmente en el caso de productos renovables (como turbinas eólicas y paneles solares) y vehículos eléctricos. Estos últimos ocupan un lugar central en las disputas: Bruselas no cederá en su investigación sobre los subsidios estatales a los fabricantes chinos pese a las protestas de sus autoridades, ni Pekín en una política que considera imprescindible para transformar la estructura de su economía, dominar mercados estratégicos y contrarrestar la caída en las inversiones extranjeras que recibe. El gobierno chino cree por lo demás que puede aislar a las instituciones comunitarias, presionando de manera directa a los Estados más relevantes de la Unión Europea.
Tampoco podían esperarse grandes acuerdos en la esfera geopolítica. Como medio de presión, la UE ha propuesto la adopción de sanciones a una docena de empresas chinas que exportan a Rusia material de doble uso; una medida que podría discutir el Consejo Europeo esta misma semana, y que Pekín considera como una interferencia impropia entre socios. El presidente Xi Jinping rechazó la idea de una rivalidad sistémica entre los dos actores, e hizo hincapié en la disposición de Pekín “a tratar a la UE como un socio clave en cooperación económica y comercial, un socio prioritario en cooperación tecnológica, y un socio cercano en las cadenas industriales y de suministro”.
La ausencia de confianza política entre la UE y China obliga a preguntarse por la utilidad de estas cumbres. Esta vez ni siquiera hubo un comunicado final conjunto. La recuperación de los encuentros presenciales no significa que puedan resolverse problemas que son de naturaleza estructural. Mientras Bruselas quiere reforzar la seguridad económica del Viejo Continente y reducir los riesgos derivados de la dependencia de la República Popular dando forma a una relación más equilibrada, Pekín no sólo rechaza sus quejas, sino que acusa a los europeos de politizar las cuestiones económicas y de violar los principios del libre mercado. Por mucho que China insista en sus deseos de colaboración, parecen innegables sus intentos de marginar a la UE tanto en estos asuntos como en los relativos a Ucrania y Oriente Próximo, por no hablar de Taiwán.