El alineamiento del presidente Trump con Rusia sobre Ucrania y su beligerancia hacia la Unión Europea han proporcionado una oportunidad a China para mejorar sus relaciones con el Viejo Continente y presentarse como socio alternativo. Así lo propuso el ministro de Asuntos Exteriores, Wang Yi, en la Conferencia de Seguridad de Múnich en enero, y lo reiteró la semana pasada un editorial del Global Times de Pekín: “A medida que aumenta la incertidumbre sobre la política de Estados Unidos, China, como gran potencia mundial, se vuelve cada vez más relevante por su estabilidad y confiabilidad”. En defensa de sus intereses, añadía el texto, la Unión Europea debería adoptar “la decisión racional” de acercarse más a China.
Con una Rusia expansionista a sus puertas y unos Estados Unidos convertido en adversario al otro lado del Atlántico, la perspectiva de ese acercamiento puede resultar a priori igualmente atractiva para Bruselas. Es una posibilidad que, en días recientes, han explorado en sus respectivas visitas a China el comisario europeo de Comercio, Maros Sefcovic, y los ministros de Asuntos Exteriores de Francia y de Portugal, como lo hará también próximamente el presidente del gobierno español.
Para algunos líderes europeos una relación más estrecha con China es una manera de presionar a Estados Unidos y hacerle ver lo poco que podrá lograr en una política de contención hacia la República Popular si decide prescindir de sus aliados. Para otros, se trata de una oportunidad para lograr nuevas concesiones de Pekín, ya que, como consecuencia de la guerra arancelaria desatada por Trump, el mercado único europeo adquiere mayor importancia para las exportaciones chinas. Unos terceros parecen creer, incluso, en una asociación con Pekín de naturaleza estratégica. Pero lo que hay que preguntarse es si este cortejo de China se traducirá en resultados tangibles, o puede conducir, más bien, a la sustitución de una dependencia por otra. Los problemas en las relaciones con la República Popular no han desaparecido como consecuencia de la ruptura transatlántica.
Ese es el caso, en primer lugar, del comercio. Entre 2019 y 2024, el superávit comercial de China con Estados Unidos se redujo de 295.000 millones de euros a 273.000 millones de euros, mientras que casi se duplicó con la UE, al pasar de 164.000 millones de euros a 305.000 millones de euros. El contexto actual no permite prever un cambio de tendencia. Un acercamiento proactivo a China resulta por ello contradictorio con la necesidad de continuar avanzando en la política de “de-risking” que demandan las exigencias de la competitividad europea, así como los riesgos de seguridad nacional vinculados a las inversiones chinas en sectores estratégicos, como telecomunicaciones e infraestructuras portuarias.
En segundo lugar, Europa no debería esperar un cambio de China con respecto a Ucrania. Por el contrario, el apoyo chino a Rusia puede convertirse en un problema aún mayor para el Viejo Continente, al sentirse Putin protegido por un presidente norteamericano que no cree en la OTAN. Si hasta la fecha los líderes europeos no han logrado convencer a las autoridades chinas para que cambien de actitud, menos motivos tendrán éstas para hacerlo después de la revolución trumpiana. Si la República Popular se confirma en consecuencia como rival geopolítico europeo, ¿tiene sentido la aproximación que se defiende en ciertos medios?
Se complicarían de ese modo las posibilidades europeas de reafirmarse como actor independiente, un objetivo que se ve igualmente obstaculizado en un tercer frente, el Sur Global, en el que China continúa ocupando espacio económico y diplomático a costa de la influencia de las naciones occidentales.
Si las circunstancias ya benefician por tanto a una China que no cesará en su apoyo al Kremlin ni en su proyección en el mundo emergente, y que tampoco abandonará sus ambiciones comerciales y tecnológicas, ¿qué ventajas puede obtener el Viejo Continente mediante una aproximación a Pekín? La búsqueda de inversiones bilaterales por parte de algunos Estados miembros (cuando deberían, en cambio, contribuir al fortalecimiento de una posición común europea), o una genuina cooperación en asuntos puntuales entre China y la UE, no deben conducir a perder de vista lo que está en juego. Después de décadas de mirar hacia otro lado, Europa ha descubierto su extrema vulnerabilidad. Frente al entorno exterior más peligroso que afronta desde 1945, la solución no consiste en sustituir a un socio principal por otro: el único camino es el de la reindustrialización, la innnovación y la inversión en defensa. Si los europeos no son capaces de decidir su destino, otros lo harán por ellos.