A comienzos de año la OTAN comenzó un ejercicio de reflexión interno sobre China y las consecuencias de su creciente proyección internacional para los intereses euroatlánticos. En el marco de su modernización militar, China cuenta con un arsenal de misiles balísticos intercontinentales cada vez más sofisticados, mientras que sus avances en relación con el ciberespacio y el espacio también carecen de límites geográficos. Como es sabido, China inauguró en 2017 su primera base militar en el exterior, en Yibuti, no muy lejos del área de acción de la Alianza Atlántica, a la vez que ha realizado maniobras navales en el Mediterráneo y en el Báltico.
La República Popular aparece de este modo como una nueva variable a la que prestar atención. No es Europa su terreno prioritario de acción—sus verdaderos imperativos estratégicos se juegan en Asia—, pero sus movimientos confirman la intención de situarse en el centro de un espacio euroasiático interconectado. Su aproximación a Rusia es, desde esta perspectiva, un factor adicional al que los europeos—y no sólo los norteamericanos—deben prestar mayor atención en su planificación de defensa.
Sin embargo, pese a los intentos de Estados Unidos por implicar a sus aliados, estos últimos se resisten a que la OTAN tenga un papel en relación con China. Esta es la conclusión a la que llega Jonathan Holslag, profesor en la Universidad Libre de Bruselas, en un artículo que publica el último número del Washington Quarterly. El problema, escribe Holslag después de entrevistarse con un considerable número de funcionarios y expertos de distintos Estados miembros de la UE, es que si la Alianza no logra formular una respuesta adecuada al ascenso de China, no sólo verá en peligro el mantenimiento de su función en el orden mundial que se avecina, sino que agravará la frustración mutua entre ambos lados del Atlántico.
La incapacidad para dar forma a una sólida estrategia china, indica, “podría ser el clavo en el ataúd de la OTAN”, organización que justamente celebra en 2019 los 70 años de su nacimiento. Quizá se le pueda tachar de exagerado, pero es cierto que, sin esa estrategia, la Alianza dejaría de ser un instrumento útil frente al ascenso de este nuevo competidor. Se quiera reconocer o no, continúe su ascenso o se detenga su crecimiento, China afectará a la seguridad europea. Pekín está poniendo a prueba la disposición de la Alianza para apoyar a Estados Unidos cuando sus intereses de seguridad se ven en riesgo en la región del Indo-Pacífico, pero también la voluntad de las naciones europeas de defender su posición en el tablero euroasiático. La necesidad de Washington de concentrar su atención y sus capacidades en Asia puede obligarle a una drástica reducción de su presencia militar en el Viejo Continente, obligando a éste a afrontar de una vez por todas el dilema de su inevitable conversión en actor geopolítico. Si no se está dispuesto a dar este paso, sólo caben entonces estas dos alternativas: restaurar el poder colectivo de la Alianza mediante una estrecha coordinación con Estados Unidos, o aceptar una posición subordinada en una Eurasia en la que China podrá haberse consolidado como la potencia central. Sí, realmente son tiempos interesantes.