Con la victoria de Biden llega a la Casa Blanca un líder moderado, pragmático y con una profunda experiencia y conocimiento de los asuntos internacionales. Aunque formado en la guerra fría, sus años como vicepresidente de Obama le enseñaron la profunda transformación experimentada por el sistema internacional desde la primera década del siglo XXI. Sabe bien, por tanto, que la estrategia destructiva de Trump no puede sustituirse a partir de enero por el regreso a un mundo que ya no existe, ni por una política exterior desconectada de las nuevas realidades económicas y geopolíticas.
Biden, presidente quizá de un solo mandato, se verá obligado a dedicar la mayor parte de su tiempo a los asuntos internos. La pandemia, el racismo, la polarización política, la inversión en infraestructuras y nuevas tecnologías, y la atención a los perjudicados por la globalización y la revolución digital, son algunos de los problemas que requieren atención inmediata. Son también no obstante una condición para su proyección exterior: sólo reforzando las bases internas de su poder podrá Estados Unidos desempeñar un papel de liderazgo global. Su sola victoria ya es, por otro lado, un paso importante hacia la recuperación de la autoridad moral perdida en los años de Trump. Restaurar la credibilidad perdida como potencia comprometida con la gestión de los problemas transnacionales y la cooperación multilateral requerirá, no obstante, hechos concretos.
En el frente exterior, Asia será uno de los temas fundamentales y, entre ellos, China la cuestión decisiva. El margen de maniobra de Biden será relativamente estrecho: la posición de firmeza frente a Pekín mantenida por Washington desde 2018 responde a un amplio consenso nacional. El Partido Demócrata comparte con la administración saliente la hostilidad hacia las prácticas económicas y comerciales chinas, como también buena parte de los asesores del nuevo presidente. Biden permitirá, sin embargo, que se rebaje el tono y la retórica ideológica, y renovará los canales institucionales de diálogo con China, interrumpidos durante los últimos cuatro años. También será posible impulsar la cooperación con la República Popular en asuntos vitales para ambos, como el cambio climático o la proliferación nuclear.
Biden hará posible, sobre todo, el desarrollo de una política asiática que deje de ser rehén de la fijación con China. Recuperar la confianza de los aliados más cercanos, como Japón, Australia o los socios más estratégicos del sureste asiático, será el imperativo de partida. La incorporación de Estados Unidos al TPP (en la actualidad CTPP tras el abandono por Trump), y por tanto a un espacio de interdependencia basado en reglas, será uno de los elementos más eficaces de una estrategia compartida de equilibrio de la República Popular, que evitará al mismo tiempo la marginación de Washington de las normas que definirán el comercio y las inversiones en Asia durante al menos una generación. Hacer de la ASEAN no un terreno de competición con Pekín, sino una pieza clave de su estrategia asiática, la permitirá asimismo participar de manera directa en los procesos de integración que están reconfigurando la región. La asistencia regular a los foros multilaterales y cubrir las embajadas en Asia—Trump no hizo ninguna de las dos cosas—serán hechos recibidos con alivio por unos gobiernos que no quieren unos Estados Unidos ausentes.