Se celebra esta semana en la ciudad rusa de Kazan la cumbre de los BRICS, la primera tras la ampliación el pasado año a cinco nuevos miembros: Arabia Saudí, Egipto, Emiratos Árabes Unidos, Etiopía e Irán. Sumados a los fundadores (Brasil, Rusia, China, India y Suráfrica), el ahora denominado BRICS-Plus ha pasado a representar el 36 por cien del PIB global (en términos de paridad de poder adquisitivo) y el 45 por cien de la población mundial. Para el anfitrión, Vladimir Putin, la convocatoria supone un triunfo diplomático que revela los límites de la política de aislamiento a la que quiere someterle Occidente. Para sacar aún mayor partido a la ocasión, Putin extendió la invitación a más de dos docenas de países que, o bien han presentado su candidatura de adhesión, o han mostrado interés por hacerlo.
La atracción que despierta el grupo entre las naciones emergentes es evidente, como lo son también las pretensiones del presidente ruso. Su alcance político y económico está por ver, sin embargo, condicionado como está por dos factores: las divergencias internas sobre la dirección que debe emprenderse, y la asimetría de capacidades entre sus miembros.
Cuando nacieron las cumbres de los BRICS en el contexto de la crisis de 2008, su principal objetivo era la reforma de la arquitectura financiera global, para hacer más representativas aquellas instituciones, como el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, que siempre han liderado norteamericanos y europeos. Sin haber desaparecido esa motivación, su identidad no puede desvincularse de un entorno internacional marcado por la competición entre las grandes potencias y por la ambición de una mayor autonomía estratégica que persiguen los países en desarrollo. Aquí radica la primera de las diferencias en su seno: entre quienes quieren hacer de los BRICS un instrumento contra el orden liberal y convertirlo en una alternativa al G7 (Rusia y China), y quienes aspiran a diversificar sus opciones mediante una fórmula de multialineamiento (India y Brasil).
Todos, incluyendo los nuevos y futuros miembros, perciben el grupo como una plataforma que les abre un espacio del que antes carecían, y que puede facilitar la transición del sistema internacional hacia una estructura multipolar. Pero la mayoría no comparte la agenda antioccidental de Putin y de su homólogo chino, Xi Jinping. El hecho de que una nueva ampliación complicaría aún más la cohesión del bloque explica la probable congelación del proceso de incorporaciones, aunque se estaban considerando algunas excepciones, como la de Turquía (país miembro de la OTAN). La propuesta que puede aceptarse en la cumbre de Kazan, junto a un acuerdo sobre los requisitos que se exigirán para futuras adhesiones, fue la hecha el pasado mes de abril por el ministro ruso de Asuntos Exteriores, Sergei Lavrov, de crear la categoría de “socios” (un estatus similar al de observadores).
Aunque Rusia ha sido el actor que de manera más explícita trata de crear un contrapeso a las democracias occidentales, su margen de maniobra queda muy lejos del de China. Con una economía mayor que las de los restantes países fundadores juntos, y que suma cerca del 70 por cien del PIB de los actuales 10 miembros, la República Polular fue la principal impulsora de la ampliación desde 2017. Tuvo que esperar a 2023 para neutralizar la oposición de Delhi y de Brasilia a la expansión, y poder avanzar en la instrumentalización de los BRICS para maximizar su influencia en el Sur Global. A través de ellos confía en orientar a su favor la agenda de las instituciones multilaterales. Por otra parte, tampoco fue casualidad que el grupo se extendiera por primera vez a Oriente Próximo, coincidiendo con la incorporación de Irán a la Organización de Cooperación de Shanghai (OCS), acompañado por Arabia Saudí, Bahréin, Catar, Egipto, Emiratos Árabes Unidos y Kuwait como socios; un movimiento detrás del cual se encuentra igualmente la mano de Pekín.
