A medida que sus equipos toman forma y comienzan a tomar decisiones, la administración Trump empieza también a abandonar su inconsistente retórica. Mientras los desajustes en los asuntos de política nacional han obligado a prestar atención en la Casa Blanca a los procedimientos y a dejarse guiar por manos experimentadas, en política exterior han bastado pocos días para que se imponga el pragmatismo que demandan las complejidades de nuestro tiempo.
Israel y Rusia son dos ejemplos de cómo el nuevo gobierno norteamericano ha entendido lo inviable de su discurso. Trasladar la embajada de Estados Unidos a Jerusalén o levantar sin más las sanciones a Moscú no sólo no resolvería ningún problema sino que crearía otros nuevos, además de complicar de manera extraordinaria el margen de maniobra de Washington en Europa y en Oriente Próximo.
Pero, por su relevancia, nada ilustra mejor este giro que China. Una semana después del viaje del secretario de Defensa, Jim Mattis, a Tokio y Seúl—donde reafirmó de la manera más explícita el compromiso de Estados Unidos con sus aliados—, y 24 horas antes de la llegada a Washington del primer ministro japonés, Shinzo Abe, Trump manifestó al presidente chino, Xi Jinping, su compromiso—mantenido por todos sus antecesores desde 1972—con la política de “una sola China”. No sólo ha evitado así un grave conflicto con Pekín, para el que Taiwán no puede ser en ningún caso un elemento de negociación, sino también la definitiva pérdida de credibilidad entre sus aliados asiáticos.
Quizá antes de lo que podía esperarse, Trump ha percibido—o sus asesores le han hecho ver—que “America First” iba a convertirse muy pronto en “America Alone”. Y es muy poco lo que Washington puede conseguir por sí solo. De hecho, la posición internacional de Estados Unidos se debe en no escasa medida al considerable número de socios y aliados con los que cuenta. El abandono de sus amigos tradicionales obligaría a éstos a reconsiderar las bases de su política de seguridad, al tiempo que envalentonaría a sus rivales. Renunciar a esa red de aliados construida durante décadas podría, por lo demás, crear nuevos conflictos, que Estados Unidos se vería obligado a atender pese a sus tentaciones de repliegue. Así lo anticipó Nicholas Spykman a finales de los años cuarenta, al explicar el imperativo para Estados Unidos de evitar el control de Eurasia por una potencia rival.
La conversación telefónica con Xi y el trato dispensado a Abe, solo días después de la gira de Mattis por el noreste asiático, minimizan la alarma creada en la región por la victoria de Trump y sus primeras declaraciones. El carácter impredecible del presidente norteamericano no ha eliminado las incertidumbres—especialmente en el terreno económico y comercial tras la renuncia al TPP—, pero aumentan los indicios a favor de la estabilidad. Los próximos e inevitables pronunciamientos sobre Corea del Norte y el mar de China Meridional confirmarán si la anunciada revolución estratégica de Trump no es en realidad sino un reajuste de la política asiática de la anterior administración.