Aunque se esperaba que las elecciones legislativas del pasado 14 de mayo concentraran un importante voto de protesta contra el gobierno de Prayut Chan-o-cha, el exgeneral responsable del golpe de Estado de 2014, los resultados fueron sencillamente demoledores para los militares. Los dos partidos apoyados por estos últimos lograron 76 escaños, mientras que los grupos reformistas sumaron 315 diputados. La sorpresa no quedó ahí: pese a la expectativa de que Pheu Thai (el partido vinculado al exprimer ministro Thaksin Shinawatra, y ganador de todas las elecciones de las dos últimas décadas) sería el más votado, se vio superado por Avanzar, partido fundado hace sólo tres años y liderado por Pita Limjaroenrat, un joven empresario de 42 años, formado en Harvard y el MIT.
No sólo se ha pronunciado la sociedad tailandesa a favor de las reformas, sino que parece haberse superado el enfrentamiento mantenido durante veinte años entre el establishment conservador y los seguidores del populista Thaksin; entre los popularmente conocidos como “camisas amarillas” y “camisas rojas”, respectivamente. Una tercera fuerza ha entrado en escena, y el extraordinario apoyo que ha conseguido se explica por su promesa de reducir el papel de los militares y de la monarquía en la política nacional, además de por sus propuestas de reforma del sistema educativo y otros programas sociales. Avanzar se comprometió a no formar coalición con ninguna fuerza ligada a los generales y a abolir el delito de lesa majestad, que prohíbe toda crítica a la corona.
Su éxito no significa, sin embargo, que pueda formar gobierno y hacer realidad su agenda política. Según la Constitución de 2017, redactada tras el último golpe, las fuerzas armadas nombran a la totalidad de los 250 miembros del Senado, cámara que, junto a los 500 diputados, participa en la elección del primer ministro. Al no contar con los 376 escaños necesarios para su investidura, Pita tiene un plazo de dos meses para ampliar sus socios. Ahora bien, si traiciona su compromiso de no aliarse con fuerzas promilitares, no podrá reformar la monarquía ni tampoco sostener su credibilidad. Si, por otra parte, los militares bloquean la formación del gobierno reclamado en las urnas, se crearán las condiciones para una nueva espiral de enfrentamiento civil.
Los antecedentes no dan muchos motivos para el optimismo. Con una media de un golpe de Estado cada nueve años desde 1932, en Tailandia se han producido ciclos de restauración democrática, seguidos poco después por una nueva intervención de las fuerzas armadas. Es posible, no obstante, que estas elecciones hayan marcado un punto de inflexión al confirmar el hartazgo de los tailandeses con el orden establecido; un hecho que el ejército y los intereses próximos a la casa real no podrán ignorar.
La voluntad de cambio político no aparece sólo vinculada por lo demás a la estructura nacional de poder. Los militares se han mostrado incapaces de frenar el deterioro de la segunda economía del sureste asiático, que ha quedado al margen de los acuerdos de integración comercial. Han sido Vietnam y otros vecinos quienes han atraído la inversión extranjera. También han hecho perder al país su tradicional liderazgo diplomático regional, a la vez que han obstaculizado la presión exterior sobre la junta militar birmana, y debilitado la relación con su aliado norteamericano. La consecuencia ha sido una mayor dependencia de Pekín; otra circunstancia que cambiaría de restaurarse un régimen pluralista. La transición a una democracia estable sería, por último, un ejemplo para los Estados del sureste asiático, como ya lo fue la revolución popular de Filipinas que, en 1986, acabó con la dictadura de Ferdinand Marcos. Ese resultado no se repitió en otros casos (en Myanmar, por ejemplo, condujo a una mayor represión), pero es innegable que, en 2023, las demandas de cambio no son monopolio de los tailandeses.