Al regresar Trump a la Casa Blanca, el mundo se pregunta por el impacto que tendrán sus decisiones sobre la estabilidad global. La claridad de su victoria ha evitado una crisis constitucional en el orden interno, pero lo mismo no puede decirse de la política exterior. Por lo que se refiere al escenario asiático, Trump heredará un panorama muy diferente del que conoció durante su primera presidencia. La rivalidad estratégica con China se ha extendido a todos los frentes, por lo que tanto Pekín como los aliados de Washington, europeos incluidos, calibran la naturaleza de lo que está por venir.
La República Popular está preparada para una segunda administración Trump: desde al menos la pasada primavera, autoridades y expertos han valorado los posibles miembros de su equipo y conocen bien sus opiniones sobre China. Los candidatos propuestos la semana pasada como próximos secretarios de Estado y de Defensa, y como asesor de seguridad nacional—Marco Rubio, Pete Hegseth y Mike Waltz, respectivamente—tienen en común su escasa simpatía por el régimen chino. La mayoría de los observadores esperan una reanudación de los conflictos comerciales y tampoco descartan la posibilidad de una crisis mayor, pero creen al mismo tiempo que el estilo de gobierno de Trump y su inclinación aislacionista pueden ofrecer nuevas oportunidades para los intereses chinos.
Para algunos académicos, su afición a hacer tratos podría conducirle a cooperar con Pekín si quiere hacer realidad distintos elementos de su agenda, como poner fin las guerras en Ucrania y en Oriente Próximo, o mantener el statu quo en Taiwán. Para otros, la tendencia a la improvisación de Trump y sus problemas de credibilidad con los aliados también pueden beneficiar a la República Popular. Al contrario de lo que haría Biden más tarde, durante su primer mandato Trump no supo—ni quiso—construir una coalición multilateral frente a China. Si en su segunda administración acentúa su preferencia por un repliegue y reduce de manera significativa el número de efectivos en Japón y Corea del Sur, paraliza la expansión de bases en Filipinas y el apoyo militar a las naciones del Pacífico Sur, habrá alterado el equilibrio estratégico de la región a favor de Pekín.
Todo ello sugiere que, mientras tantea los primeros pasos de la nueva administración norteamericana, y espera que la política de “America First” se traduzca en un mayor espacio internacional para ella, China tratará de impulsar a la vez aquellas áreas de cooperación en las que vea oportunidades para sus objetivos, sin que ello implique que esté dispuesta a hacer concesiones. Entretanto, la República Popular amplificará el discurso que describe a Estados Unidos como la principal causa de la inestabilidad global (y a ella misma como una potencia a favor de la paz), multiplicando su influencia—y sus mercados—en los países del Sur Global.
También para Europa el cambio de administración presenta desafíos y oportunidades. El principal reto es el riesgo de que Washington reduzca sus compromisos con el Viejo Continente para concentrar su atención y recursos en Asia. Trump difícilmente tolerará, por otra parte, que los europeos den por hecho el mantenimiento de la protección norteamericana a través de la OTAN sin que colaboren en un esfuerzo por reducir la interdependencia económica con China.
Evitar que la República Popular se convierta en motivo de divergencia transatlántica, así como verse atrapados en una guerra comercial entre China y Estados Unidos, sitúa a los europeos ante una compleja encrucijada. Las circunstancias ofrecen, no obstante, la ocasión para perfilar de manera proactiva su propia estrategia hacia el Indo-Pacífico y construir un papel independiente en una región de importancia decisiva para su prosperidad económica y su posición geopolítica.