INTERREGNUM: Xi vuelve a Moscú. Fernando Delage

Por tercera vez desde la invasión de Ucrania en 2022—y la undécima desde que fue nombrado presidente en 2013—, Xi Jinping visitó Moscú la semana pasada para reunirse con su homólogo ruso, Vladimir Putin. Aunque en esta ocasión acudió para asistir a los actos de conmemoración del 80 aniversario de la derrota del ejército nazi, ambos líderes querían lanzar una nueva señal sobre la fortaleza de su relación frente a los cambios que se han producido en la escena internacional desde la visita anterior de Xi, hace poco más de seis meses.

Pocos entre ellos han sido tan relevantes como el regreso de Donald Trump a la Casa Blanca y sus acciones disruptivas. Pese a su aparente acercamiento a Putin, el presidente norteamericano ha redoblado su presión sobre el Kremlin para poner fin a la guerra en Ucrania, a la vez que ha impuesto unos aranceles sin precedente a las importaciones procedentes de la República Popular. Algunos de sus asesores continúan jugando por otra parte con la idea de separar a Rusia y China. La presencia de Xi en Moscú ha servido para poner en evidencia lo ilusorio de este último objetivo. En sus diez horas de reunión, Xi y Putin reconfirmaron su asociación estratégica y, aprovechando el vacío abierto por la hostilidad trumpiana hacia normas e instituciones, se presentaron como defensores de un orden internacional centrado en las Naciones Unidas.

China ha sido el principal salvavidas económico que ha permitido a Rusia sortear el efecto de las sanciones occidentales y mantener el esfuerzo bélico en Ucrania. Si los intercambios comerciales entre los dos países ya ascendieron a 245.000 millones de dólares en 2024, durante la visita de Xi se firmaron más de veinte acuerdos de cooperación en energía, inteligencia artificial, espacio y comercio electrónico. Estos acuerdos no sólo responden a intereses económicos concretos, sino que deben interpretarse como mecanismos de defensa frente al riesgo de sanciones y de políticas de control de sus exportaciones por terceros. La actualización del acuerdo de protección de inversiones, por ejemplo, revela un esfuerzo de coordinación tendente a prevenir las consecuencias de una ruptura de interconexión con los mercados occidentales.

Ese frente unido se extiende igualmente al terreno diplomático. Además de insistir ambos líderes en que se opondrán conjuntamente a todo intento exterior de erosionar su amistad y confianza, en su declaración conjunta se ofrecieron como alternativa al “unilateralismo y hegemonismo” de Estados Unidos y reiteraron su compromiso a favor del orden multilateral creado tras la segunda guerra mundial. Sea o no una declaración retórica, ha sido otra prueba de una coordinación estratégica que revela algo más que un mero matrimonio de conveniencia.

Las circunstancias han creado innegables incentivos para que las dos naciones transmitan un sólido alineamiento. Tras el encuentro, Putin describió las relaciones con China como una “amistad inquebrantable”. Xi fue quizá menos explícito. Si quiere ser protagonista de un nuevo orden, Moscú necesita a Pekín más que nunca aunque se agrave su dependencia. Al intensificarse la competición con Estados Unidos, China se ve obligada por su parte a fortalecer, más que a minimizar, sus vínculos con Rusia. No se le ocultan, sin embargo, los costes.

Aun compartiendo las ambiciones revisionistas de un orden global que ha estado dominado por Occidente, las diferencias con Moscú existen. El pacto de defensa firmado por Rusia con Corea del Norte es un ejemplo de sus inquietudes. También le preocupa el impacto sobre las relaciones con Europa. Al reafirmar la solidaridad con Moscú, Pekín obliga a poner en duda la imagen que quiere proyectar como potencia responsable, además de obstaculizar el deshielo al que aspira con la Unión Europea y sus Estados miembros.

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