La ruptura en Irak del frente chiita, mayoritario en el islam iraquí, está planteando un nuevo reto para la estabilización del país y para neutralizar, o al menos aliviar, la influencia de Irán sobre el terreno, que ya es mucha, y que se extiende a Siria.
La máxima autoridad religiosa en Irak, el ayatolá Al Sistani, que siempre intentó mantener distancias respecto al poder político de Teherán, ha roto pública y resueltamente con el representante más proiraní del escenario iraquí, Abdul Aziz al-Mohammedawi, que, además, es el líder de una red de milicias al servicio de Teherán.
No hay en esta ruptura distinciones teológicas significativas pero sí un choque de personalidades y una discusión sobre cómo organizar el nuevo orden regional reduciendo el espacio de influencia de Arabia Saudí y los suníes.
Esta división debilita la influencia iraní y abre espacios a la posibilidad de nuevas iniciativas occidentales (si Estados Unidos quisiera y la UE lo entendiera); pero al mismo tiempo introduce nuevos factores que pueden pivotar en toda la región. Y en la medida en que se debilita la influencia iraní se reduce el riesgo de una gran confrontación regional pero también crece la expectativa del terrorismo del Estado Islámico y Al Qaeda de recuperar terreno. Estos grupos y otros minoritarios y tribales pero no menos violentos, juegan la baza internacional, entre potencias regionales de ser, al fin y al cabo, una barrera contra la extensión de la influencia iraní que desde Yemen a Siria ha multiplicado su presencia.
Hay que recordar que estas milicias (de ambos bandos) han estado en primera línea en el combate contra el Daesh nutren la columna vertebral del ejército de Irak en el que se apoya el gobierno y que recibe asistencia y formación occidental.