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El balón de Eolo. Miguel Ors Villarejo

Las sinergias entre defensa e innovación son la primera razón aducida por todos los expertos para explicar cómo ha llegado Israel a ser una potencia tecnológica. La necesidad aguza el ingenio. Como me dijo una autoridad municipal de Tel Aviv cuando visité hace unos años la ciudad: “Si no espabilamos, nos echan al mar”.

Pero se equivoca quien crea que basta con multiplicar la partida de I+D militar para que empiecen a proliferar las startups. “La tecnología y la ciencia por sí solas no garantizan el éxito”, decía Benjamin Netanyahu en un discurso que pronunció en la Bolsa de Londres en noviembre de 2017. “Si fuera así […] la Unión Soviética habría sido uno de los países más prósperos del planeta, porque disponía de científicos excepcionales en matemáticas, en física, en materiales, en cualquier campo imaginable”.

No basta con tener una gran comunidad científica para generar prosperidad. Piensen en los romanos. Conocían la máquina de vapor. En el siglo I de la era cristiana, el matemático Herón de Alejandría diseñó un artilugio que bautizó con el nombre de eolípila, que etimológicamente significa “balón de Eolo”, el dios del viento.

El mecanismo consistía en una esfera montada sobre un eje, para que pudiera dar vueltas como un mapamundi. Debajo se ponía un depósito de agua, que al calentarse y entrar en ebullición, expulsaba el vapor por unos tubos acodados situados en cada polo de la eolípila, imprimiéndole un movimiento giratorio.Es el mismo principio que impulsa las turbinas de las centrales eléctricas, pero para los romanos era una simple curiosidad, un juguete. ¿Por qué nunca lo aplicaron al transporte? Porque los romanos tenían esclavos y la mecanización del trabajo no les reportaba ninguna ventaja.

Lo mismo sucedía en la URSS. Ningún régimen ha destinado una proporción mayor del PIB a investigación y desarrollo y, sin embargo, su economía era un prodigio de ineficiencia. ¿Por qué? Porque no había propiedad privada ni libertad de empresa. La URSS figuraba en todas las estadísticas como el primer productor de tractores y de patatas, pero los tractores se oxidaban en las explanadas de las fábricas y las patatas se pudrían en el campo porque no había empresarios que dijeran: “Vamos a coger los tractores para cosechar las patatas y forrarnos”.

Para que la innovación se traduzca en riqueza hace falta un marco institucional adecuado. Allí donde se da, el ingenio germina imparable. “Si hubieran cogido a uno cualquiera de los científicos [soviéticos] y lo hubieran trasladado […] a Palo Alto”, señalaba Netanyahu en la Bolsa de Londres, “habría generado riqueza en dos semanas. Una riqueza ingente”.

Eso es lo que hizo Israel. Bueno, más o menos. No los trasladó a Palo Alto, sino a Tel Aviv. Y no lo hizo de forma deliberada, sino como consecuencia de una de esas carambolas que se dan a veces en la historia. Netanyahu va hoy por el mundo alardeando de economía liberal, pero en los años 90 Israel seguía preso de los peores prejuicios anticapitalistas. David Ben Gurion, uno de los padres fundadores de Israel, admiraba la Revolución rusa y organizó la agricultura en granjas colectivas (los kibutzim) que renegaban de la propiedad privada. Tampoco tuvo inconveniente en embarcar al Gobierno en todo tipo de aventuras empresariales, como la industria aeronáutica.

Este dirigismo funcionó bastante bien al principio. Dar tractores a los colonos o emplear a los parados en fábricas estatales impulsa la riqueza nacional, porque los hace más productivos. Esa movilización de recursos fue la razón por la que la URSS crecía a principios de los 50 a un ritmo frenético, hasta el punto de que muchos intelectuales se convencieron de que la planificación central era superior al mercado. La demostración definitiva fue la puesta en órbita en 1957 del primer satélite artificial. Kruschev vio en el Sputnik una prueba tan obvia de la superioridad de su sistema, que renunció a la beligerancia estalinista contra Occidente e inauguró una era de “coexistencia pacífica”, convencido de que el marxismo no necesitaba dar ni un tiro para ganar la Guerra Fría. El capitalismo caería como una fruta madura, arrastrado por su propia ineficiencia.

Era un espejismo, claro. Como Robert Solow expondría en un artículo publicado aquel mismo año de 1957, la movilización de recursos es una modalidad de desarrollo insostenible. Llega un momento en que ya no quedan colonos a los que dar tractores ni parados que emplear y, si quieres seguir creciendo, debes producir más con los mismos factores, es decir, debes aumentar tu productividad, lo que solo se logra incorporando tecnología. Y la tecnología se incorpora cuando se dan los incentivos para ello. Como me contaba una vez el experto en teoría de juegos Robert Myerson, durante la Guerra Fría “todos y cada uno de los avances militares se originaron en Estados Unidos. Tanto Washington como Moscú recibían cada día a legiones de expertos que les prometían armas maravillosas, y no había modo de saber si eran o no unos farsantes. Pero los estadounidenses tenían una razón de peso para ser sinceros: eran empresarios que se jugaban su dinero”.

Lo mismo sucedía en el ámbito civil. El gerente de una fábrica soviética sabía que su vida no iba a cambiar sustancialmente hiciera lo que hiciera. Piensen en Mijaíl Kaláshnikov. Se calcula que del fusil de asalto que lleva su nombre se han vendido unos 100 millones de unidades, pero Kaláshnikov no gano mucho dinero. Todo lo que le dieron (y una vez disuelta la URSS) fue la medalla de Héroe de la Federación Rusa.

Si hubiera vivido en cualquier país occidental, habría podido comprarse un equipo de fútbol. El capitalismo es muy generoso con los aciertos. Esa es la principal razón por la que la gente innova: porque te haces rico. La segunda razón es porque el mercado es implacable con los errores o, simplemente, con los que se quedan rezagados. No te puedes dormir en los laureles.

Esta competencia implacable es la que explica por qué el capitalismo resulta tan eficiente en la asignación de recursos y, como muy bien vio Friedrich Hayek, “es ingenuo pretender que pueda haber plena competencia cuando los responsables de las decisiones no pagan por sus errores”. Stalin intentó suplir la irresponsabilidad económica de los gerentes soviéticos con severas penas por “sabotaje”, pero acabó devorado por su propia espiral del terror.

…y al tercer siglo resucitó. Miguel Ors

Eran las siete de la mañana y hacía un frío respetable. El encargado de Highgate, bostezando sin parar y frotándose las manos para entrar en calor, se dirigió hacia el este del cementerio. No tardó en divisar junto a uno de los paseos principales la silueta del busto con la famosa frase: “Proletarios del mundo entero, uníos”. Pronto se cumpliría el segundo centenario del nacimiento del filósofo y el aumento de peregrinaciones había obligado a redoblar las labores de limpieza y mantenimiento. Incluso desde la distancia a la que se encontraba se podía apreciar una inusual cantidad de ramos de flores.

Pero no era la única anomalía. A medida que se acercaba no podía dar crédito a sus ojos. ¡Habían forzado el sepulcro!

Su hipótesis inicial fue un acto de vandalismo, pero no había rastro alguno de violencia. Al contrario. La tapa del féretro estaba cuidadosamente colocada a un lado, como si alguien la hubiera levantado con esmero.

El encargado se hincó de rodillas, dudó unos instantes. Después se incorporó y echó a correr como un poseso, a la vez que gritaba con toda la fuerza de sus pulmones:

—¡Ha resucitado! ¡Ha resucitado!

* * * * *

Cuando al profesor Cowen le anunciaron que en la sala de visitas de la facultad lo esperaba un hombre corpulento, barbudo, con una espesa melena y “de una suciedad intolerable”, no tuvo ninguna duda de quién era. Estaba de un humor excelente. “Francamente”, dijo, “el proletariado ha prosperado bastante. No hay analfabetismo ni hambre, la seguridad es inmejorable, los supermercados y los grandes almacenes están llenos de artículos… ¿Cuándo tuvo lugar la revolución socialista en Inglaterra?”

“Nunca”, le sacó de su error Cowen. “Inglaterra ha sido siempre una democracia liberal”.

La expresión del barbudo se congeló. Rebulló en su silla, un movimiento que Cowen no supo si atribuir a la incomodidad intelectual o a uno de los forúnculos que en los últimos años le habían surgido al filósofo por todo el cuerpo (incluidos los glúteos) y habían convertido en un suplicio la redacción de su obra final. “Voy a dar a la burguesía motivos para acordarse de mis forúnculos”, escribió amenazador en una de sus cartas.

“El primer país donde sus ideas triunfaron”, prosiguió Cohen, “fue Rusia”.

El barbudo sonrió.

“Lo sabía”, dijo. “Ya en su momento comenté que en ningún otro lado he tenido un éxito más encantador. ¿Y qué tal les ha ido?”

“Bueno”, se excusó Cohen, “abandonaron el comunismo hace tres décadas”.

“¿No queda nada de mi legado?”, tronó el barbudo volcando agresivamente su humanidad sobre Cowen. Era otro rasgo en el que todos los biógrafos coincidían: los estallidos de ira.

“Cuba, Vietnam, Laos, Corea del Norte, China”, enumeró rápidamente Cowen mientras se encogía en su asiento.

“Todos grandes potencias, espero”.

“No exactamente”, dijo Cowen cubriéndose la cabeza con los brazos a la espera de un golpe. “¡Bueno”, rectificó, “China sí, China sí!”

El barbudo pareció serenarse. Se estiró la levita, recuperó la compostura.

“Y en cierto modo, la evolución de China avala sus tesis”, prosiguió Cowen.

El barbudo sonrió. “Adelante”, dijo, “le escucho”.

“Usted siempre sostuvo que las sociedades pasaban por diferentes fases y que el capitalismo debía triunfar para que la sociedad sin clases pudiera instaurarse. Mao creyó, sin embargo, que podía enmendarle la plana. Decidió saltar directamente del feudalismo agrario al comunismo y el atajo no funcionó. Cuando en 1978 murió, China era una de las sociedades más miserables del planeta. Pero sus herederos recuperaron el enfoque ortodoxo e introdujeron una serie de reformas que han convertido el país en una potencia manufacturera. Ahora queda por ver si el régimen se decanta por la democracia liberal o por la dictadura del proletariado. En mi opinión, no está nada claro. China aún no ha refutado a Marx”.

Cowen había soltado la parrafada de un tirón, sin apenas respirar, con la cabeza gacha, encogida entre los hombros. Permaneció unos segundos inmóvil y luego levantó lentamente la mirada. Su interlocutor se mesaba la barba con la vista perdida en una esquina de la habitación.

* * * * * *

Al encargado de Highgate le costó convencer a su supervisor, que solo se avino a acompañarlo después de un rato largo argumentando y jurando (sobre todo jurando).

Al llegar al sepulcro todo estaba, sin embargo, en orden. Un pequeño grupo de hombres de cierta edad formaban un respetuoso semicírculo en torno el busto y, cuando el encargado les increpó por haber devuelto la lápida a su sitio, lo miraron como si fuera un lunático.

Dentro de la tumba, el barbudo acababa de coger la postura para pasar otro siglo y medio más. Una expresión serena iluminaba su rostro. “Todavía no está dicha la última palabra”, fue su último pensamiento.

Y desgraciadamente tenía razón. (Foto: Maya Collins, Flickr)